Esther Vilar ha dado media vuelta a la marcha emancipatoria: el señor es la mujer. Ella doma al hombre con trucos traidores para hacer de el un esclavo sumiso, y luego lo lanza a la vida hostil para que gane dinero. Como contraprestación pone la vagina a su disposición a intervalos regulares.Así resuelve Esther Vilar el arcaico enigma tejido en torno al mundo de la mujer y desenmascara a sus compañeras de sexo como a unas empedernidas explotadoras que obtienen su buen capital de la mera anatomía. Esther Vilar mueve a contradecirla en muchas de sus heterodoxas ideas pero, sinceramente hablando, a veces no es posible hacerlo.

Dos advertencias del traductor:

1ª: El alemán dispone de un término simple (‘Mensch’) para el concepto de “ser humano”, y de otro (‘.Mann’) para el concepto de “ser humano varón”. Las lenguas latinas tienen que contentarse con el derivado de ‘homo’, que, trátese de ‘uomo’, ‘homme’, ‘home’, ‘hombre’, etc., dice él solo, según los casos, “Mensch” o “Mann”. Avergoncémonos. Y resolvamos el problema usando oscilantemente -pero sin posibilidad de confusión- ‘hombre’, ‘varón’, ‘ser humano’ e incluso (creo que sólo una vez) ‘Homo sapiens’. ‘Mujer’ no tiene problema. Porque, aun cuando los alemanes disponen, también en este caso, de un matiz para nosotros desconocido -‘Weib’, neutro, la mujer en cuanto hembra de la especie Homo sapiens, y ‘Frau’, femenino, la mujer en cuanto compañera del (hoy degradado) ‘Herr’, señor-, en este caso el matiz es feudalizante y son ellos los que se tienen que avergonzar.

2ª: “Der dressierte Mann” significa literalmente “el varón amaestrado”.

Con el galicismo “dressieren” los alemanes designan la actividad de amaestrar animales, salvajes o domésticos, principalmente para el circo; pero también el corriente amaestramiento de los perros, por ejemplo, para que realicen actividades o adopten posturas más o menos caricaturescamente humanas. Por lo tanto, “el varón amaestrado” habría sido traducción más literal del título alemán.

Pero el sustantivo correspondiente al verbo ‘dressieren’ - ‘Dressur’ - significa, en general, el arte del domador y su efecto. En castellano decimos domador, no amaestrador. Consiguientemente, ‘Dressur’ se debe traducir por ‘doma’. Ocurre, además, que el arte del domador incluye, junto con el primario y básico dominar, también el amaestrar. Por donde “amaestramiento” se puede considerar incluido en la comprehensión de “doma”. Por último-en enunciación y en importancia-: siendo el de traducir un oficio hecho principalmente de represión, y siendo particularmente represiva la traducción de este libro, me ha parecido peligroso para mí imponerme la represión ulterior de renunciar a retorcer -por lo demás, con completa fidelidad a la autora- la habitual traducción castellana del título de la comedia de Shakespeare (La fierecilla domada). Eso sin olvidar el viejo y cruel romance castellano del mismo tema luego dramatizado por Shakespeare. Etcétera. El varón domado quiere decir, pues, “el varón domado con amaestramiento”. Y en la traducción se usa ‘doma’ connotando conscientemente también “amaestramiento”.

MÁXIMO ESTRELLA

Este libro está dedicado
a las personas que no aparecen en él:
a los pocos hombres que no se dejan amaestrar
y a las pocas mujeres que no son venales.
Y a los seres afortunados que no tienen
valor mercantil,por ser demasiado viejos,
demasiado feos o demasiado enfermos.

E. V.

De la felicidad de los esclavos

El MG amarillo limón se inclina y da bandazos. La mujer -joven- que lo conduce lo frena sin demasiada prudencia, baja de él y descubre que la llanta delantera izquierda está en el suelo. No pierde un instante en tomar medidas para la reparación de la rueda: inmediatamente lanza miradas a los coches que pasan, como si esperara a alguien. No tarda en detenerse una furgoneta, al percibir su conductor esa señal de desamparo femenino recogida por todos los códigos («débil mujer abandonada por la técnica masculina»). El conductor nota al instante lo que hay que hacer. «Enseguida estará», dice consoladoramente, y, como prueba de su resolución, pide a la accidentada que le dé el gato. No le pregunta siquiera si ella misma sería capaz de cambiar la rueda: ya sabe que no lo es (la mujer tendrá unos treinta años, va vestida a la moda y bien maquillada). Ella no encuentra gato alguno en su MG, razón por la cual el de la camioneta va a por el suyo; de paso se trae más herramientas, por si acaso. Le bastan cinco minutos para solventar el asunto y colocar la rueda pinchada en el lugar previsto en el MG. Tiene las manos manchadas de grasa. La mujer le ofrece un pañuelito bordado que él rechaza cortésmente. Siempre tiene a mano en la caja de herramientas un trapo y gasolina, precisamente para casos así. Ella da las gracias exuberantemente y pide perdón por su torpeza «típicamente femenina». Si él no hubiera pasado por allí -declara- se habría tenido que quedar probablemente hasta la noche. Él no contesta, sino que, una vez que ella se ha sentado de nuevo ante el volante, le cierra con delicadeza la puerta y aún le aconseja por la ventanilla, que ella ha bajado, que cambie pronto el neumático pinchado. Ella contesta que lo hará aquel mismo día en la estación de servicio a la que suele ir. Y arranca.

El hombre ordena las herramientas en la caja y se vuelve hacia la camioneta, lamentando no poder lavarse las manos. Tampoco lleva tan limpios los zapatos, pues para cambiar la rueda ha tenido que chapotear en una zona de barro; y su trabajo -es representante- requiere calzado limpio. Tendrá que darse prisa si quiere alcanzar al cliente que sigue en su lista. Pone el motor en marcha. «Estas mujeres» -va pensando «no se sabe nunca cuál es la más tonta”; y se pregunta en serio qué habría hecho aquélla si él no hubiera pasado por allí. Acelera imprudentemente -muy contra su costumbre- con objeto de recuperar el retraso que lleva. Al cabo de un rato empieza a tararear algo en voz baja. Se siente feliz de alguna manera.

La mayoría de los hombres se habría portado de ese modo en la misma situación; y también la mayoría de las mujeres: sobre la sencilla base de que el hombre es un hombre y ella es algo enteramente distinto, a saber, una mujer, la mujer hace sin el menor escrúpulo que el varón trabaje para ella siempre que se presenta la ocasión. La mujer de nuestro incidente no habría podido hacer más de lo que hizo, esperar la ayuda de un hombre; porque lo único que ha aprendido a propósito de averías automovilísticas es que hay que cargar la reparación a un hombre. En cambio, el hombre de nuestra historieta, que soluciona velozmente, con conocimiento y gratis el problema de una persona desconocida, se ensucia el traje, pone en peligro la conclusión de su trabajo del día y, al final, se pone en peligro incluso él mismo por la necesidad de correr exageradamente, habría podido arreglar una docena más de averías del coche, aparte de la de la rueda, y lo habría hecho si ello hubiera sido necesario: para algo ha aprendido a hacerlo. ¿Y por qué se va la mujer a ocupar de reparaciones si la mitad del género humano -los varones- lo sabe hacer tan bien y está tan dispuesta a poner sus capacidades a disposición de la otra mitad?

Las mujeres hacen que los varones trabajen para ellas, piensen por ellas, carguen en su lugar con todas las responsabilidades. Las mujeres explotan a los hombres. Y, sin embargo, los varones son robustos, inteligentes, imaginativos, mientras que las mujeres son débiles, tontas y carecen de fantasía. ¿Cómo es que, a pesar de ello, son las mujeres las que explotan a los hombres, y no a la inversa?

¿Será, tal vez, que la fuerza, la inteligencia y la imaginación no son en absoluto condiciones del poder, sino de la sumisión? ¿Que el mundo esté gobernado no por la capacidad, sino por los seres que no sirven más que para dominar, o sea, por las mujeres? Mas, de ser así ¿cómo consiguen las mujeres que sus víctimas no se sientan humilladas y engañadas, sino como lo que en modo alguno son, como dueños, como «señores»? ¿Cómo consiguen las mujeres inspirar a los varones ese sentimiento de felicidad que experimentan cuando trabajan para ellas, esa consciencia orgullosa de su superioridad que les espolea a rendir cada vez más?

¿Cómo no se desenmascara nunca a las mujeres?

¿Qué es el varón?

¿Qué es el varón? El varón es un hombre o ser humano que trabaja. Con ese trabajo se alimenta a sí mismo, alimenta a su mujer y a los hijos de su mujer. Una mujer es, por el contrario, un hombre (un ser humano) que no trabaja, o que sólo trabaja transitoriamente. La mayor parte de su vida se la pasa sin ganarse su alimentación ni la de sus hijos, por no hablar ya de la de su varón.

La mujer llama masculinas o viriles a todas las cualidades del hombre que son útiles para ella, y femeninas a todas las que no le sirven para nada ni sirven para nada a nadie. Por eso el aspecto externo de un varón no tendrá éxito entre las mujeres más que si es viril, o sea, más que si armoniza plenamente con el único objetivo de la existencia del varón, que es el trabajo, y si tiene tal complexión que puede enfrentarse siempre con cualquier tarea que se le eche.

Salvo durante la noche-en la cual la mayoría de los varones viste pijama a rayas de colores con un máximo de dos o tres bolsillos-, los hombres masculinos llevan siempre una especie de uniforme gris o marrón, hecho de material duradero y sufrido contra la suciedad. Estos uniformes o «trajes», como se les llama, tienen por lo menos diez bolsillos, en los cuales el varón lleva siempre consigo, al alcance de la mano, los medios imprescindibles de su trabajo. (En cambio, el atuendo de la mujer no tiene bolsillos, ni de día ni de noche, porque la mujer no trabaja.)

Con ocasión de reuniones sociales se permite al varón vestirse de un color menos sufrido: el negro. Pero es que en esas ocasiones el peligro de ensuciarse no es grande y, además, el negro contribuye a realzar la gloria cromática del vestido de la mujer. De todos modos, se acepta gustosamente en esas fiestas la presencia -escasa- de hombres vestidos de verde o hasta de rojo, porque contribuyen a que resalte la negra virilidad de los varones verdaderos que asisten a la fiesta.

El varón se ha adaptado a su situación en todo el resto de su aspecto. Lleva el cabello cortado de tal modo que baste con un cuarto de hora cada dos o tres semanas para tenerlo suficientemente cuidado. Mechones, ondas y tintes son de rechazar: le estorbarían en el trabajo, que muchas veces realiza al aire libre o que a menudo le obliga a pasar buenos ratos en él. Y aunque llevara ondas, mechones o tinte y aunque le sentaran muy bien, no aumentarían su éxito entre las mujeres, pues éstas -a diferencia de lo que hacen los varones con las mujeres- no estiman nunca a los hombres desde puntos de vista estéticos. Los varones que por algún tiempo se cortan el pelo según el individualismo de su gusto suelen notar esa circunstancia, generalmente al cabo de poco tiempo, y vuelven más o menos precipitadamente a alguna de las dos o tres variantes de los cortes de pelo standard masculinos, en la versión corta o en la versión larga. Lo mismo se puede decir de los barbudos. Barba de verdad, barba lo que se dice completa, cerrada, no la llevan durante mucho tiempo más que hombres hipersensibles, generalmente individuos más o menos intelectuales que intentan fingir robustez del intelecto mediante una barba indomeñada. Las mujeres toleran esas barbas, porque constituyen una alusión nada despreciable a la constitución y al temperamento de sus portadores y, por lo tanto, un indicador de su utilización posible, una señal útil para la mujer (ese indicador manifiesta, en efecto, cuál es el terreno en que resultará más fácil explotar a sus portadores: es el terreno del trabajo neurótico de los intelectuales).

Pero, por regla general, el varón utiliza todas las mañanas durante tres minutos una máquina de afeitar eléctrica para poner coto al crecimiento de la barba; y para el cuidado de la piel le basta con agua y jabón, pues lo único que se exige a su rostro es que esté limpio y sin maquillar, o sea, que todo el mundo lo pueda controlar. Aún habría que hacer mención de las uñas del hombre: han de estar todo lo recortadas que lo requiera el trabajo.

Un varón viril no lleva joyas (aparte del anillo de bodas, indicador de que ya hay una mujer determinada que lo utiliza de un modo determinado). El reloj de pulsera, grande y grosero (impermeable, antichoque y con ventanilla para la fecha) no es un objeto de lujo, verdaderamente. A menudo se lo ha regalado la mujer para la que trabaja.

La ropa interior, las camisas y los calcetines del varón viril obedecen a reglas tales que a lo sumo se diferencian de los de otro varón viril por la talla. Se pueden comprar en cualquier tienda sin perder tiempo alguno. El varón podría disponer de cierta libertad en la elección de corbata, pero como no está acostumbrado a ninguna forma de libertad, suele confiar esta elección -como la de todas las demás piezas de su vestuario en general- a la mujer.

Pese a lo mucho que se parecen en cuanto a su exterior -un observador de algún astro lejano tendría que sospechar que ponen el mayor celo en parecerse como las gotas de agua-, el modo como los varones ponen a prueba su virilidad -o sea, su utilizabilidad para los fines de las mujeres- suele diferir grandemente. Y tiene que hacerlo, por fuerza tiene que presentarse en muchas formas, porque, como las mujeres no trabajan apenas, los hombres son necesarios para todas las diversísimas cosas.

Hay varones que alrededor de las ocho de la mañana sacan cuidadosamente del garaje, con sesudas maniobras, un enorme modelo limousine. Otros salen una hora antes hacia su lugar de trabajo en un coche de precio medio; otros se ponen en marcha, cuando todavía es noche cerrada, con una vieja cartera en la mano (cartera que contiene un guardapolvo o un mono y algún bocadillo envuelto en papel grasiento o, en el mejor de los casos, metalizado), camino del autobús, del tren o del metro, y llegan así hasta la obra o la fábrica en la que trabajan. Un destino despiadado ha dispuesto que los del último grupo, los varones más pobres de la tierra, sean encima explotados por las mujeres menos atractivas del planeta. Pues, como lo único que en el hombre importa a las mujeres es el dinero y lo único que de las mujeres importa a los varones es el aspecto externo, las mujeres más deseables del ambiente de los hombres de mono y bocadillo les son siempre arrebatadas por varones de mayor renta personal.

Independientemente de lo que un varón haga durante el día, tendrá siempre en común con todos los demás una cosa: pasa el día humillado. Y acepta la humillación no por sí mismo, para la manutención de su sola vida -pues para eso le bastaría con un esfuerzo muy inferior (ya que los varones no dan ningún valor al lujo)-, sino por otros, y además se enorgullece desmedidamente de humillarse por otros. Encima de su escritorio tiene siempre las fotos de su mujer y de sus hijos, y en cuanto que se presenta la ocasión se las enseña con orgullo a todos los colegas que se le pongan a tiro.

Haga lo que haga, ya ponga cifras en columnas, ya trate enfermos, ya conduzca un autobús, ya dirija una empresa, el varón es constantemente parte de un gigantesco sistema despiadado dispuesto única y exclusivamente para su explotación máxima; y hasta su muerte queda entregado a ese sistema.

Eso de tabular cifras y comparar sumas con sumas puede ser interesante. Pero ¿por cuánto tiempo? ¿Por toda la vida? Seguro que no. También puede ser una experiencia estupenda eso de conducir un autobús por toda una gran ciudad. Pero ¿lo sigue siendo si ocurre todos los días, en la misma ciudad, en la misma línea y acaso hasta con el mismo autobús? Y sin duda es muy atractivo tener poder sobre los muchos seres humanos de una gran empresa. Pero ¿qué pasa cuando se llega a descubrir que uno es más prisionero de la empresa que dominador de ella?

¿Seguimos practicando los juegos que nos divertían de niños? Claro que no. Ni siquiera de niños jugamos siempre al mismo juego, sino sólo mientras nos divirtió. Mas el varón es como un niño que tuviera que jugar eternamente al mismo juego. Y la causa está a la vista en la medida en que se le elogia más cuando juega a uno determinado de sus juegos que cuando juega a los demás, se va especializando en aquél, y como entonces resulta que está «dotado» para ese juego -o sea, que es el juego en el que más dinero puede ganar-, se ve condenado a jugarlo toda su vida. Si en la escuela resultó buen alumno de aritmética, se pasará la vida haciendo cuentas -según los casos, en condición de contable, de matemático o de programador-, pues por ahí anda su rendimiento máximo. Calculará, pues, tabulará cifras, alimentará máquinas que tabulen cifras, pero nunca podrá decir: «Bueno, ahora basta, me voy a buscar otra cosa.» La mujer que le explota no permitirá que se busque realmente otra cosa. Lo más probable es que, aguijoneado por esa mujer, ascienda a través de pugnas asesinas en la jerarquía de los tabuladores y llegue a apoderado o incluso a director de banco. Pero ¿no será un poco elevado el precio que paga por sus ingresos?

Un hombre que cambia de modo de vida -o sea, de oficio, puesto que vivir es para el varón trabajar- se considera poco de fiar. Y si cambia varias veces de vida-oficio, la sociedad le excluye y le deja solo. Porque la sociedad son las mujeres.

El miedo a esa consecuencia tiene que ser considerable: ¿Iba en otro caso un médico (aquel chiquillo que se divertía manipulando renacuajos con los frascos de conserva de su madre) a pasarse la vida entera cortando tumores repulsivos, dictaminando sobre excreciones humanas de todas clases y contemplando día y noche seres humanos ante cuyo aspecto cualquier otro varón (de otro oficio) saldría corriendo? ¿O soportaría un pianista (aquel chiquillo que se divertía haciendo música) la obligación de tocar por milésima vez en su vida ese determinado Nocturno de Chopin? Y un político -aquel chiquillo que descubrió uña vez, casualmente, en el patio del instituto, el manojo de trucos que bastan para dirigir seres humanos y los practicó divertido- ¿iba a aguantar de adulto durante décadas ese trabajo suyo de ir soltando frases vacías en papel de funcionario subalterno, gesticulando según lo convenido, y la charlatanería no menos temible de sus no menos subalternos competidores? En otro tiempo había soñado con otra vida. Pero aunque por ese camino llegara a Presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, ¿no habría pagado demasiado caramente el empleo?

No, no se puede creer que los varones hagan todo eso que hacen por su gusto y sin sentir nunca ganas de cambiar de oficio. Lo hacen porque fueron domados, domesticados, amaestrados para ello: toda su vida es una desconsoladora sucesión de gracias de animal amaestrado. El varón que deja de dominar esas gracias, que empieza a ganar menos dinero, ha «fracasado» y lo pierde todo: mujer, familia, casa, hasta el sentido de la vida. Y, desde luego, todo cobijo del alma en el mundo.

También se podría decir, ciertamente, que un hombre que deja de ganar el dinero suficiente queda automáticamente libre y podría alegrarse de ése su happy-end personal. Pero el varón no quiere ser libre. Como veremos más adelante, el varón funciona según el modelo del placer de la ilibertad. La pena de libertad perpetua le sería más terrible que su normal, perpetua esclavitud.

Dicho de otro modo: el varón busca siempre alguien o algo a que poder esclavizarse, pues sólo se siente cobijado si es esclavo. Y su elección suele recaer en la mujer. Pero ¿quién o qué es la mujer para que el varón, que le debe precisamente esa vida deshonrosa y la explotación en regla a que está sometido, se esclavice a ella y se sienta cobijado precisamente junto a ella?

¿Qué es la mujer?

Hemos dicho que, a diferencia del varón, la mujer es un hombre que no trabaja. Bastaría con eso para definir a la mujer -porque no hay, realmente, mucho más que decir sobre ella-, si no fuera porque el concepto de hombre, en el sentido de homo, ser humano, es demasiado amplio e impreciso para utilizarlo como género próximo tanto en la definición del varón como en la de la mujer.

La existencia humana ofrece la elección entre un ser más animalesco -bajo, pues: parecido al de los demás animales- y un ser espiritual. La mujer escoge sin discusión la existencia animalesca. Para ella los bienes supremos son el bienestar físico, un nido y la posibilidad de practicar en él, sin molestias, sus reglas de incubación y crianza.

Se considera probado que los varones y las mujeres nacen con las mismas predisposiciones intelectuales, esto es, que no hay ninguna diferencia primaria entre las inteligencias de los dos sexos. Pero no menos probado está que las predisposiciones que no se ejercitan y desarrollan se atrofian: las mujeres no ejercitan sus disposiciones intelectuales, arruinan capricho samente su aparato pensante y, tras unos pocos años de irregular training del cerebro, llegan finalmente a un estadio de estupidez secundaria irreversible.

¿Por qué no utilizan las mujeres el cerebro? No lo utilizan porque no necesitan capacidad intelectual alguna para sobrevivir. En teoría es posible que una mujer hermosa tenga menos inteligencia que un chimpancé, por ejemplo, y que, sin embargo de ello, triunfe en el medio humano.

No más tarde de los doce años -edad a la cual la mayoría de las mujeres ha decidido ya emprender la carrera de prostituta (o sea, la carrera que consiste en hacer que un hombre trabaje para ella a cambio de poner intermitentemente a su disposición, como contraprestación, la vagina)-, la mujer deja de desarrollar la inteligencia y el espíritu. Aún hace, ciertamente, que la preparen, y se hace con diplomas de todas clases -pues el varón se cree que una mujer que se ha aprendido algo de memoria sabe de hecho alguna cosa (dicho de otro modo: un diploma eleva el valor de la mujer en el mercado)-, pero en realidad los caminos de los dos sexos se separan aquí definitivamente. Toda posibilidad de comprensión entre el varón y la mujer se corta en este punto, y para siempre.

Por eso uno de los principales errores que siempre comete el varón al estimar a la mujer consiste en que la considera igual a él, o sea, en que la considera ser humano que funciona más o menos en el mismo plano emocional e intelectual que él mismo. El varón puede observar desde fuera el comportamiento de su mujer, puede oír lo que dice, ver pero con su mirada de varón- las cosas de que ella se ocupa, e inferir de determinados signos lo que ella piensa. Pero en todas esas percepciones e inferencias el varón se rige por su propia escala de valores. El varón sabe qué haría él, qué pensaría y qué diría puesto en la situación de ella. Y cuando contempla el resultado de su observación resultado deprimente a tenor de sus propios criterios-, se ve forzado a concluir que tiene que haber algo que impide a la mujer hacer lo que él haría gustosamente en su lugar. Pues el varón se considera medida de todas las cosas, y con razón, si es que hay que definir al ser humano como un ser capaz de pensamiento abstracto.

Así, por ejemplo, cuando se da cuenta de que su mujer se pasa tantas o cuantas horas al día guisando, limpiando la casa y lavando los platos, no infiere que esas actividades satisfacen a su mujer porque corresponden idealmente a su nivel espiritual. Piensa que esa cantidad de horas es precisamente lo que impide a su mujer dedicarse a otras cosas, razón por la cual se esfuerza por poner a disposición de ella lavadoras automáticas, aspiradores, platos ya guisados, etc., que le ahorren aquellos trabajos estúpidos y le permitan tener una vida como la que él mismo sueña para sí.

Pero quedará decepcionado: en vez de empezar una vida espiritual, en vez de interesarse por la política, la historia o la investigación espacial, la mujer utiliza el tiempo ganado para cocer bollos, planchar ropa interior, hacer vainica o -en el caso de las más emprendedoras- adornar los aparatos sanitarios del cuarto de baño con florecillas de calcomanía.

Como el varón ha de creer (o como la mujer le convence de ello, pues ¿qué varón da verdadero valor a una ropa interior planchada, a calcomanías florales o a pasteles que no vengan de la pastelería?) que todo eso es necesario para la vida o, por lo menos, para la cultura del vivir, inventa para la mujer el planchador automático, la pasta para dulces ya amasada y con levadura puesta, el papel higiénico industrialmente floreado. Mas no por eso se pone ahora la mujer a leer: sigue sin ocuparse de política y la investigación espacial la tiene absolutamente sin cuidado. Falta le hacía el tiempo que ha ganado: por fin se va a poder ocupar de si misma. Y como, según se sabe, no sufre de ansia alguna de cosas espirituales, ocuparse de sí misma quiere decir, naturalmente, ocuparse de su apariencia externa.

El varón, que ama a su mujer y desea por encima de todo la felicidad de ésta, la acompaña también en este estadio: produce para ella el lápiz de labios beso resistente, el make-up lágrima-resistente para los ojos, la permanente doméstica, los volantes inarrugables y la ropa interior one-time, que se usa una vez y se tira. En todo eso sigue teniendo presente el mismo objetivo que termine de una vez, que se satisfagan todas las necesidades vitales «superiores» de la mujer- a la que él cree «más sensible y delicada por naturaleza»- y que la mujer pueda hacer finalmente de su vida lo único que él mismo considera digno de ser vivido: la vida de un varón libre.

Y sigue esperando. Mas como la mujer no se le acerca por sí misma, empieza a atraerla a su mundo: propaga la coeducación en la escuela para presentarle desde niña el estilo de vida del varón. La mete con todos los pretextos imaginables en sus universidades, para iniciarla en los secretos que ha descubierto y con la esperanza de que la visión directa infunda en la mujer la afición a las cosas grandes. Le procura incluso acceso a los más elevados honores, hasta ahora detentados exclusivamente por él (y en esto abandona incluso tradiciones que le son sagradas) y la anima a que ejerza su derecho electoral, para que pueda cambiar según sus ideas el sistema de la administración del estado, inventado por los varones. (Es posible que el varón se prometa incluso la paz por la intervención de la mujer en la política, pues le atribuye un carisma pacificador.)

El varón cumple tan consecuente y tenazmente su supuesta tarea que no se da cuenta de lo ridículo que se pone. Ridículo, por supuesto, según los criterios varoniles, no según los de la mujer: ésta es incapaz de cobrar distancia respecto de los acontecimientos y, por lo tanto, carece totalmente de sentido del humor.

No, las mujeres no se ríen de los hombres. A lo sumo se enfadarán un día con ellos. Las viejas fachadas con que disimulan su renuncia a toda existencia espiritual -el cuidado de la casa, el de los niños- no manifiestan aún suficientemente su ruina como para no ser ya capaces de justificar, al menos pro forma, el abandono prematuro de la universidad por las jóvenes y su renuncia a las profesiones más ambiciosas. Pero ¿qué ocurrirá cuando el trabajo doméstico se automatice todavía más, cuando realmente haya suficientes escuelas maternales y parvularios de buena calidad, o cuando los varones descubran -y ya hace tiempo que podrían haberlo descubierto- que los niños no son en absoluto necesarios para vivir?

Si el varón se detuviera una vez, aunque sólo fuera una vez, en su ciega actividad e hiciera balance, tendría que comprobar que sus esfuerzos por vivificar espiritualmente a la mujer no le han hecho adelantar ni un paso. Que la mujer, aunque sin duda es cada día más pulida, cuidada y «cultivada», sigue presentando a su vida reivindicaciones cada vez más elevadas, pero siempre materiales, nunca espirituales.

Por ejemplo: el modo de pensar del varón, el que enseña en sus universidades, ¿ha llevado alguna vez a la mujer a desarrollar teorías propias? Los institutos de investigación masculinos abiertos para las mujeres ¿han sido jamás utilizados por éstas para investigaciones propias? El varón tendría que darse cuenta poco a poco de que la mujer no lee esos maravillosos libros que pone a su disposición en las viriles bibliotecas; de que las fantásticas obras del arte masculino que enseña a la mujer en los museos no incitan a ésta sino a la imitación (en el mejor de los casos); de que todos los llamamientos a la autoliberación de la mujer que el varón intenta dirigirle -a su propio nivel y en su propio lenguaje- en el teatro y en el cine no tienen para ella más valor que el de una distracción y nunca -realmente: nunca- la mueven a rebelarse.

Es muy natural que el varón -que considera a . la mujer como igual a él y tiene que contemplar la estupidez de la vida que ella lleva a su lado- crea que es él el que la oprime a ella. Pero la memoria concreta no recuerda que la mujer se haya visto en estas épocas obligada a sumisión alguna a la voluntad del varón. Al revés: se ha reconocido a la mujer todas las posibilidades de independizarse. Por lo tanto, si en tanto tiempo no se ha liberado de su «yugo», es que ese yugo no existe.

El varón ama a la mujer, pero también la desprecia, porque un ser humano que se pone en marcha por la mañana para conquistar, lleno de energía, mundos nuevos -cosa, desde luego, que pocas veces consigue, a causa de la necesidad de ganarse el pan- desprecia al ser humano que no se propone eso. Y eso es tal vez lo que más mueve al hombre a preocuparse por el desarrollo espiritual e intelectual de la mujer: se avergüenza por ella y cree que ella también pasa vergüenza. Como un gentleman,” querría ayudarla en esa turbación. -

Lo que el varón no sabe es que las mujeres no conocen esa curiosidad, esa ambición, ese impulso activo que a él le parecen tan naturales. Las mujeres no intervienen en el mundo de los varones porque no quieren no necesitan ese mundo. El tipo de independencia que buscan los varones no tiene el menor valor para las mujeres, porque ellas no se sienten dependientes. La superioridad intelectual del varón no les impresiona nada, porque no tienen el menor orgullo en cuestiones de inteligencia.

Las mujeres pueden elegir, y eso es lo que las hace tan infinitamente superiores a los varones. Cada una de ellas puede elegir entre la forma de vida de un varón y la forma de vida de una criatura de lujo tonta y parasitaria. Casi todas ellas optan por la segunda. El varón no tiene esa posibilidad de elegir. Si las mujeres se sintieran oprimidas por los varones, habrían desarrollado odio o temor respecto de ellos, como ocurre con los opresores en general. Pero las mujeres no odian a los varones, ni tampoco los temen. Si los varones las humillaran con su superior saber, ellas habrían intentado hacerles lo mismo, pues no carecen de medios para ello. Y si se sintieran privadas de libertad, las mujeres se habrían liberado finalmente de sus opresores, al menos en esta favorable constelación de su historia.

En Suiza (uno de los estados más desarrollados del mundo y que hasta hace poco tiempo no reconocía derecho electoral a las mujeres) un determinado cantón hizo que las mujeres mismas votaran acerca de la instauración del voto femenino: la mayoría votó en contra. Los varones suizos se sintieron angustiados, porque creyeron ver en ese indigno comportamiento de las suizas el resultado de la secular opresión a que habrían estado sometidas.

Se equivocan de medio a medio: la mujer no se siente en absoluto tutelada por el varón. Una de las muchas verdades deprimentes acerca de la relación entre los sexos consiste sencillamente en que el varón no existe prácticamente en el mundo de las mujeres. Para la mujer, el varón no es lo suficientemente importante como para rebelarse contra él. La dependencia de la mujer respecto del varón es sólo material, es, por así decirlo, de un tipo perteneciente a la ciencia física. Es la dependencia de un turista respecto de la compañía aérea con la que viaja, la de un camarero respecto de la máquina de café express, la del automóvil respecto de la gasolina, la del televisor respecto de la electricidad. Dependencias así no promueven males de ánimo. Ibsen, que cayó en el mismo error que los demás varones, se tomó la molestia de escribir en su Nora una especie de manifiesto de la liberación de todas las mujeres. Pero el estreno de la obra en 1880 no traumatizó más que a los varones, los cuales juraron seguir luchando todavía más tenazmente que hasta entonces porque la mujer consiguiera unas condiciones de vida humanas.

Entre las mujeres mismas, y como de costumbre, los esfuerzos emancipatorios se han agotado en una variante de la moda: por algún tiempo se gustaron vestidas con el disfraz de sufragistas, que a menudo no les suscita sino sonrisas.

Más tarde la filosofía de Jean-Paul Sartre tuvo un efecto parecido entre las mujeres. Para demostrar que la habían entendido perfectamente, se dejaron crecer durante algún tiempo los cabellos hasta la cintura; eso se llevaba con pantalones y jersey negro.

Y hace poco ha pasado lo mismo con las doctrinas del dirigente comunista Mao Tse-tung: el Mao-look, el corte de la guerrera de Mao, estuvo de moda durante una saison.

El horizonte femenino

Hagan lo que hagan para impresionar a las mujeres, los varones no cuentan en el mundo de éstas. En el mundo de las mujeres no cuentan más que las mujeres.

Cuando una mujer observa que un varón se vuelve para mirarla, se alegra muy naturalmente. La alegría es tanto mayor cuanto más caro el traje o el coupé. Es una alegría comparable con la que siente un accionista por la lectura de unas cotizaciones positivas. No tiene, en cambio, importancia alguna que aquel individuo le resulte guapo o no, simpático o antipático, inteligente o estúpido. Tampoco le importan al accionista los colores de sus cupones.

Pero si esa mujer nota que otra mujer se vuelve para mirarla -lo cual, a decir verdad, no ocurre más que en casos extremos, pues los criterios con que se miden recíprocamente las mujeres son mucho más despiadados que los que usan los varones- sabrá que ha llegado a la culminación. Para eso vive: por el respeto y la admiración, por el «amor» de las demás mujeres.

Pues en el mundo de las mujeres no existen más que las demás mujeres: las mujeres con que se encuentran al ir a la iglesia, en la casa paterna o en el supermercado. Las mujeres con las que charlan por encima de la baja valla del jardincillo. Las mujeres a cuyo lado pasan -sin atención aparente- en el tráfago de las compras por las calles elegantes o en las noches de fiesta. Las mujeres se miden a sí mismas con lo que piensan las demás mujeres, no con lo que piensan los varones; lo único decisivo para ellas es el juicio de las demás mujeres, y por un comedido elogio de otra mujer renuncian gustosamente a todos los torpes cumplidos de sus amantes, que no pueden ser sino diletantismo. Pues los varones no tienen ni idea del mundo en el cual viven realmente las mujeres, y en sus hímnicos elogios se olvidan siempre de los puntos de vista principales.

¿Quiere eso decir que las mujeres no pretenden gustar a los varones? No olvidemos que éstos son su base material. Pero como los varones no reaccionan prácticamente ante la mujer más que a simbolismos sexuales y a una cierta extrañación producida por el maquillaje, las necesidades masculinas se podrían satisfacer con mucho menos trabajo. Bastarían, por ejemplo, pelo largo, labios pintados, piezas de punto ceñidas, faldas cortas, medias transparentes y tacones. Las obras de arte femeninas que aparecen vivas por las elegantes calles de compras de París, Roma o Nueva York están fuera del alcance de los deseos y de la comprensión de los varones. Hace falta mucha cultura para colocar y matizar bien el sombreado de un párpado; y hace falta verdadera especialización para escoger un lápiz de labios determinado y la técnica adecuada para optimizar la aplicación de la sustancia -¿con pincel o directamente? ¿en estratos o no?-, o para conseguir una razón óptima entre los efectos secundarios deseados y no deseados de unas pestañas artificiales; y para que al final todo armonice en la persona y con el vestido, la estola, el abrigo y la iluminación. Un varón no tiene sensibilidad para eso; ni siquiera tiene cultura alguna en el terreno de la máscara femenina; consiguientemente, es incapaz de estimar de un modo adecuado, según toda su grandeza, esas obras de arte ambulantes. Para poseer esa cultura hacen falta tiempo, dinero y una pobreza intelectual infinita, presupuestos que sólo se dan en las mujeres. Dicho de otro modo: una mujer nunca querrá impresionar a un varón más que en la medida necesaria para que se quede con ella y la alimente (desde luego que en el sentido más amplio de esa palabra). Todo lo que, por encima de eso, invierte en sí misma apunta a las demás mujeres: la mujer no atribuye al hombre más valor que el de su función alimenticia.

Cuando una empresa intenta contratar un especialista destacado le echa pacientemente cebo tras cebo hasta que pica. La empresa sabe que, una vez firmado el contrato, recuperará con creces todo lo invertido. El contrato le mantendrá siempre en la mano el mango de la sartén. Lo mismo pasa con las mujeres: no sueltan las riendas a su hombre más que lo justo para que éste prefiera por escaso margen quedarse a su lado que ver denunciado el contrato.

En general, la comparación de una mujer con una gran empresa funciona bastante bien. Del mismo modo que una empresa es un sistema neutro para la maximización de las ganancias, así también la mujer está vinculada sin amor personal, sin maldad y sin odio al varón que trabaja para ella. Si el varón la abandona, ella se sume, como es natural, en el miedo, pues es $u existencia económica lo que queda en el aire. Pero se trata de un miedo racional, con causas racionales y que no se puede compensar más que racionalmente, sin que puedan abrirse abismos de ninguna clase. Se puede compensar, por ejemplo, contratando otro varón. Por lo tanto, ese miedo no tiene nada que ver con las sensaciones de un varón que se corroe a sí mismo con celos, sentimiento de inferioridad o autocompasión.

Como un varón no abandona nunca a una mujer más que por otra mujer, y jamás para ser libre, la mujer no tiene motivo alguno para envidiarle, y aun menos para ponerse celosa. En opinión de la mujer, el varón que la abandona no mejora en nada de posición. La mujer abandonada contempla, en la perspectiva de una pequeña empresa a la que la competencia ha arrebatado su mejor trabajador, la aventura existencial que experimenta su hombre con su nuevo amor por otra mujer: no hay más remedio que molestarse en buscarle sustituto aprovechable. La amargura del amor es, pues, para la mujer -en el mejor de los casos- el sentimiento de haber perdido un buen negocio. Por eso es absurdo que un varón se mantenga fiel a su mujer sólo porque ésta, a su vez, no le engaña con otros varones de su ambiente que en opinión de él mismo son mucho más atractivos. ¿Y por qué va a engañarle, mientras él trabaje bien para ella y le posibilite así las satisfacciones que realmente importan? La fidelidad de la mujer no tiene en principio nada en común con la fidelidad de un hombre: a diferencia de los varones, las mujeres son casi insensibles al aspecto externo de su compañero. Cuando una mujer flirtea con el mejor amigo de su hombre, no desea, sin lugar a dudas, más que irritar a la mujer de éste, no a su propio marido, pues lo único que le importa son los sentimientos de aquella otra mujer (si le importara el hombre de la otra, no permitiría que se le viera tan claramente). Las nuevas prácticas sexuales de grupo no son más que una variante del flirt, completamente superado en varios ámbitos sociales. Tampoco en la sexualidad de grupo le importa a la mujer nada más que las demás mujeres, y no los varones. La historia está llena de anécdotas de reyes y príncipes que se solazaban con varias amantes simultáneamente. Apenas hay historias parecidas acerca de potentados femeninos. Una mujer se aburriría mortalmente si tuviera que practicar erotismo de grupo sólo con varones; siempre ha sido así este asunto, y no cambiará nunca.

Si las mujeres reaccionaran al aspecto físico de los varones, la publicidad lo habría aprovechado desde hace tiempo. Como -gracias al dinero que ganan los varones para ellas- las mujeres tienen más capacidad adquisitiva que los varones (las estadísticas al respecto son concluyentes), los fabricantes intentarían muy naturalmente estimular la venta de sus productos mediante fotografías y cortos publicitarios que mostraran varones robustos y hermosos, rebosantes de caracteres sexuales secundarios. Ha ocurrido al revés: las agencias publicitarias presentan por todas partes hermosas muchachas que tientan a comprar viajes forfait, automóviles, polvos de limpieza, televisores o dormitorios.

Los productores cinematográficos han empezado ya a descubrir que es perfectamente posible presentar a las mujeres, en vez de los habituales beaus, amantes feos, como Belmondo, Walther Matthau o Dustin Hoffmann. Los varones, que generalmente se valoran muy poco en cuanto a lo físico y sólo excepcionalmente se consideran hermosos (pues hermosura para ellos quiere decir mujeres), se pueden identificar más fácilmente con actores feos. Con que los principales papeles femeninos sigan desempeñados por hermosas estrellas, las mujeres consumirán estas películas de protagonista feo con el mismo gusto que consumieron las de Rock Hudson, pues lo que realmente les interesa son las actrices del filme.

Esta circunstancia ha podido quedar oculta a los varones porque éstos asisten constantemente a la difamación de una mujer por otra. Como constantemente oye a su mujer criticar la nariz corva, los pechos caídos, las piernas torcidas o las grasas caderas de otra, tiene que suponer lógicamente que las mujeres no se pueden aguantar las unas a las otras, o, por lo menos, que no se encuentran recíprocamente el menor atractivo. La interpretación es, naturalmente, errónea: se consideraría loco al empresario que constantemente elogiara ante sus empleados las empresas competidoras. Sin duda perdería pronto a sus mejores trabajadores. Los políticos tienen que representar ese mismo tipo de comedia de las mujeres y declararse recíprocamente diabólicos; y, sin embargo, no hay duda de que, si tuviera que ir desterrado a una isla desierta, Nixon preferiría mil veces la compañía de Kossygin o la del Fidel Castro que la del contadísimo hombre de la calle que le ha procurado su mandato. Pues Nixon no tiene absolutamente nada en común con el hombre de la calle.

Si se lo pudieran permitir económicamente, las mujeres convivirían sin duda con otras mujeres antes que con varones. Y no porque todas ellas sean lésbicas. Lo que los varones llaman predisposición lésbica de la mujer tiene presumiblemente poco que ver con el impulso sexual de las mujeres. No. Lo que pasa es que los dos sexos no tienen prácticamente ningún interés en común. ¿Qué, pues, mantiene a las mujeres junto a los varones, si no el dinero? Estando entre ellas tendrían mucha comunidad, pues el intelecto y la vida emocional de las mujeres se han detenido en un estadio primitivo, o sea, general, y apenas hay mujeres individualistas o de tendencia extravagante. Es fácil imaginar qué estimuladora vida tendrían entre ellas: tal vez fuera incluso una vida paradisíaca, aunque a un nivel espantosamente bajo. Pero ¿a quién iba a molestarle la escasa altura de ese nivel?

El bello sexo

Un observador extraterreno pensaría sin duda que el varón es el ser más digno de veneración que hay en este planeta; en todo caso, está fuera de duda que lo consideraría mucho más atractivo que la mujer, por ejemplo. Pues el varón tiene dos excelencias respecto de la mujer: es hermoso y es inteligente.

Ha hecho falta una confusión secular de todos los criterios para que la mujer se convierta en el «bello sexo». Ya el mero hecho de que es más tonta que el varón bastaría para refutar esa afirmación absurda. Un ser humano tonto no puede ser hermoso, a menos que el juicio se base meramente en el carácter animal del hombre. Y hay que subrayar que es principalmente el varón el que comete la falta de juzgar a la mujer según criterios que equipara el ser humano y el animal. Esa reducción es seguramente necesaria, porque la mujer no tendría ni la menor posibilidad de ser considerada «bello sexo» dentro del grupo Homo sapiens propiamente dicho.

Como veremos, el varón necesita a la mujer para someterse a ella. Y con objeto de no tener que despreciarse a sí mismo, lo intenta todo para dotar a la mujer de cualidades que justifiquen su propia sumisión. Como la mujer no ha puesto nunca a prueba su inteligencia, le es difícil al varón considerarla inteligente (aunque algunos intentos ha hecho incluso en este sentido con la invención del concepto de «intuición femenina»). Consiguientemente, la proclama hermosa.

Los criterios estéticos imponen la actitud de la subjetividad, y todo juicio estético es un acto de libertad personal. Pero la subjetividad se convierte fácilmente en coartada, y el varón se deja esclavizar también con facilidad. El simple hecho de que la mujer se arregle de un modo destinado a atraer todas las miradas le basta al varón para suponer que su motivo tendrá. El varón cree que la mujer es hermosa porque ésta misma se gusta. Y le agradece que le permita encontrarla hermosa. La mujer facilita esa tendencia con un truco especial: como el ideal supremo de la mujer -vivir sin trabajar y sin responsabilidades- coincide con el del niño, la mujer imita al niño. Los niños son «conmovedores» en su indefensión, tienen un gracioso cuerpecito de graciosos, reducidos miembros, y sus graciosos y pequeños cojinetes de grasa mantienen tensa una piel tersa, tierna, joven. Es fácil hacerles reír, siempre se comportan con gracia -son una miniaturización del adulto- y, como no pueden ganarse su sustento, es obvio que hay que procurárselo y apartar de su camino todos los obstáculos. Hay un mecanismo biológico que asegura todo eso, y una especie que dejara morir a sus crías se extinguiría ella misma.

La mujer intenta representar ante los que la rodean, durante el mayor tiempo posible, el papel de la dulce niñita: para ello utiliza una cosmética refinada que tiende a conservarle su baby-look y una conversacioncilla dulce e indefensa protagonizada por expresiones de asombro, sorpresa y admiración («¿De verdad?», «¡A que no!», «Ah, ¿sí?», «¡Estupendo!»). Pues conservando su rostro infantil y su actitud de indefensión apela a la protección del varón y le mueve a curar de ella. Como todas las iniciativas autónomas de la mujer, ese cálculo es tan memo y tan miope que parece milagroso el que a pesar de todo le salga bien. En efecto si sigue propagando como ideal de belleza femenina el rostro del lactante, tiene que encontrarse en un callejón sin salida no más tarde, a lo sumo, de los veinticinco años. Todos los trucos de la cosmética (incluidos los consejos que dan las revistas femeninas, por ejemplo, tener cuidado, al pensar, con las arrugas que eso produce, y al reír evitar las patas de gallo y el fruncido de las comisuras de los labios) son impotentes para evitar que a esa edad la mujer tenga un rostro adulto. Mas ¿qué va a saber hacer con una mujer adulta este varón que ha sido amaestrado para que sólo considere hermosas, amables y necesitadas de ayuda a las dulces muchachitas del ideal propagado?

¿Qué va a poder hacer con una mujer cuyas antiguas redondeces, lisas y tensas, se han convertido en grasas temblorosas cubiertas por una epidermis relajada y blancuzca? ¿Con una mujer cuya voz no tiene ya el timbre de la infancia, sino que se ha agriado? ¿Con una mujer cuya risa no es ya espontánea y alegre, sino entrecortada y relinchante? ¿Con una pelmaza cuya charlatanería, tonta hasta repeler -como se puede apreciar ahora que no vale ya de una boquita infantil-, le destroza los nervios, y en cuyo rostro los sorprendidos «Ah, ¿sí?» y «¡Estupendo!» conjuran cada vez más infrecuentemente la expresión del ingenuo asombro, y cada día con mayor frecuencia la de la oligofrenia? La momia pueril no desencadenará más sueños eróticos. Y así podría creerse que se acabó su poder.

Pero, como se ha dicho, las cuentas de las mujeres cuadran a pesar de eso, y ello por dos razones: pri mera, que por medio de los niños que han dado a luz pueden seguir fingiendo indefensión; y segunda porque en el mundo no hay bastantes mujeres jóvenes. Es evidente que, si pudieran elegir, los varones cambiarían gustosamente sus bebés-mujeres convertidas en adultas por otras más jóvenes. Pero como la razón numérica entre los dos sexos es aproximadamente 1/1, lo que quiere decir que no todo varón puede contar en todo momento con una mujer joven, y como, por otra parte, necesita imprescindiblemente una mujer en su vida, se queda con la que tiene.

Todo eso se puede probar fácilmente. Cuando puede elegir, el varón elige indefectiblemente la mujer más joven. Marilyn Monroe o Liz Taylor quedaron passées en cuanto que les fue por vez primera imposible estucar del todo sus arruguitas: los varones se fueron sin más a la taquilla del cine que presentaba a otra más joven. Pues bien: el que se lo puede permitir, practica esa elección no sólo entre cines, sino también en la vida. Los managers del mundo financiero y del espectáculo sustituyen sistemáticamente con otras más jóvenes sus mujeres que ya han cumplido el servicio marital. Y como las despiden con buenas indemnizaciones, a nadie le parece mal, ni siquiera a la interesada (que se alegra, probablemente, de perder de vista a aquel varón en condiciones tan lucrativas).

Pero sólo los ricos se pueden permitir ese lujo. Cuando un pobre ganapán se hincha y toma una segunda mujer joven, en un momento de exuberancia y ceguera, puede estar seguro de que la perderá muy pronto, porque el dinero que gana no basta para mantener dos mujeres (y los niños, que también la segunda querrá tener). Cuando una mujer joven y hermosa puede elegir entre un hombre mayor y otro más joven que tengan ambos los mismos ingresos, elige siempre el más joven, no porque la juventud de éste influya en ella por vía estética o simpatética, sino porque probablemente podrá alimentarla durante más tiempo. Las mujeres saben exactamente lo que esperan de un varón; por eso saben también cómo tienen que decidirse. Se puede presumir que jamás ha ocurrido que una mujer haya preferido un hombre pobre de veinte años a un hombre rico de cuarenta.

Es una gran suerte para las mujeres adultas el que los varones no se consideren hermosos. Y eso que la mayoría de ellos lo es. Con sus cuerpos tensos, entrenados por el trabajo, sus amplias espaldas, sus piernas musculosas, sus melodiosas voces, su risa cálida, humana, su expresión inteligente y sus movimientos equilibrados -porque tienen sentido-, los varones superan todo lo que puede ofrecer la mujer incluso desde el punto de vista puramente animal. Y como trabajan, a diferencia de la mujer, y utilizan constantemente su cuerpo con sentido, éste sigue manteniéndose hermoso durante más tiempo que el cuerpo de la mujer, que, a causa de la falta de entrenamiento, decae rápidamente y, pasados los cincuenta años, no es ya más que un montón desordenado de células humanas (obsérvese por la calle el aspecto de las mujeres de cincuenta años dedicadas a sus labores y compáresele con el de los varones de la misma edad).

Pero los varones no saben que son hermosos. Nadie se lo dice. Es corriente disparatar acerca de la «gracia» de las mujeres, del «conmovedor atractivo» de los niños, del «encanto» del mundo animal. Pero cuando se trata del varón, se elogia a lo sumo su valentía, su coraje, su resolución, en suma, las cualidades que se refieren a su utilizabilidad para los fines de las mujeres, y no a su aspecto externo. Probablemente no hay -aparte de los tratados médicos- ninguna descripción del varón que se ocupe largamente de la forma de sus labios, del color de sus ojos bajo tal o cual iluminación, de la abundancia de sus cabellos, de la suavidad de sus tetillas o de la equilibrada regularidad de su escroto. Y el varón mismo se asombraría y se divertiría muchísimo si se le elogiara por esas características de su cuerpo.

El varón no está acostumbrado a que se hable de su aspecto. La mujer adulta, que suele ser fea y tendría, pues, motivo suficiente para darse a la admiración del varón (tiempo para ello le sobraría), no le ve siquiera. No por malicia, ni menos por cálculo, sino porque para ella el varón es una especie de máquina que produce valores materiales. Y nadie juzga a una máquina por sus valores estéticos, sino desde puntos de vista funcionales. Lo mismo piensa el varón, y así se juzga a sí mismo. Los varones están tan intensamente insertos en el proceso de trabajo y quedan tan desgastados cada día por la permanente lucha competitiva que no pueden contemplarse con distanciamiento.

Pero, ante todo, lo que pasa es que los varones no quieren siquiera saber si son hermosos o feos. Para que su lucha tenga sentido, son las mujeres las que tienen que ser hermosas, desvalidas, adorables. Por eso, a falta de definición precisa de sus contradictorias impresiones, las llaman «el bello sexo».

El universo es masculino

A diferencia de la mujer, el varón es hermoso, porque, a diferencia de la mujer, es un ser espiritual. Eso significa

Que el hombre tiene curiosidad (quiere saber cómo es el mundo que le rodea, y cómo funciona).

Que piensa (obtiene inferencias de los datos que encuentra).

Que es creador (hace cosas nuevas sobre la base de lo que conoce acerca de lo ya existente.)

Que tiene sentimiento (el varón registra lo habitual, pero con los más sutiles matices, en su amplísima escala emocional, extraordinariamente rica de dimensiones. Y, además, crea o descubre nuevos valores emocionales y los hace accesibles a las demás personas mediante sensibles descripciones o ejemplificaciones artísticas).

No hay duda de que de todas esas cualidades del varón la curiosidad es la más acusada. Se trata de una curiosidad tan diferente de la de la mujer que la cosa requiere imprescindiblemente algunos comentarios

La mujer no se interesa en principio más que por cosas que puede aprovechar directa y útilmente para sí misma. Cuando una mujer lee un artículo político, es mucho más probable que esté intentando capturar a un estudiante de Políticas que interesándose por la suerte de los chinos, los israelitas o los sudafricanos. Si consulta en un diccionario el artículo dedicado a un filósofo griego, eso no quiere decir que se le haya despertado repentinamente el interés por la filosofía griega, sino que necesita alguna palabra relacionada con aquel filósofo para resolver un crucigrama. Si está estudiando los prospectos de publicidad de un nuevo automóvil, es que se lo quiere comprar, y no que esté platónicamente interesada por sus posibles novedades técnicas.

Es un hecho que la mayoría de las mujeres -incluidas las que son madres- no tienen idea de cómo surge el fruto humano, de cómo se desarrolla en su cuerpo ni qué estadios atraviesa hasta llegar al nacimiento. Y para ellas sería completamente superfluo saber algo sobre esas cosas, puesto que, de todos modos, no podría darles influencia alguna sobre el desarrollo del feto. Lo que les importa saber es que el embarazo dura nueve meses, que hay que cuidarse mientras dura y que a la menor complicación hay que ir al médico, el cual, naturalmente, lo arreglará todo.

La curiosidad del varón es muy diferente: se basta a sí misma, no está directamente ligada a ningún efecto útil. Y, sin embargo, es más útil que la de la mujer.

Es interesante acercarse a una obra en la que estén poniendo a prueba alguna nueva máquina o herramienta, por ejemplo, un nuevo tipo de excavadora. Apenas habrá un varón -cualquiera que sea su capa social que pase de largo sin echar por lo menos una prolongada mirada a la nueva máquina. Muchos de ellos se pararán y hasta entrarán en conversación con desconocidos acerca de las cualidades de la nueva máquina, de su rendimiento, de las causas del mismo, y de su relativa diferencia respecto de los modelos corrientes.

No se le ocurrirá a una mujer pararse ante esa obra, salvo que la muchedumbre sea tanta que sospeche que va a perderse un excitante cosquilleo («Albañil aplastado por una nueva excavadora») si pasa de largo. Para satisfacer la sospecha preguntará a alguien y se marchará en seguida.

La curiosidad del varón es universal. No hay en principio nada que no le interese, trátese de política, de botánica, de técnica atómica o de lo que sea. Se interesa incluso por cosas que quedan tradicionalmente fuera de sus competencias, como, por ejemplo, el procedimiento de poner fruta en conserva, por qué se pega la masa de un pastel, cómo se limpia a un lactante. No es posible que un varón anduviera por el mundo embarazado durante nueve meses y no se enterara a fondo de la función de la placenta y de los ovarios.

El hombre no se limita a informarse de todo lo que pasa alrededor suyo (y en todo el mundo), sino que, además, lo interpreta. Como intenta informarse de todo, le resulta fácil hacer comparaciones, reconocer ciertas regularidades de los sucedidos y aplicarlas útilmente, siempre con la finalidad de conseguir algo diferente, a saber, algo nuevo.

No hará falta subrayar que todos los inventos y todos los descubrimientos de este mundo han sido obra de varones, trátese de electricidad, de aerodinámica, de ginecología, de cibernética, de mecánica, de física cuántica, de hidráulica o de teoría de la evolución. Hasta los principios de la psicología infantil, de la alimentación de los lactantes o de la conservación de alimentos han sido descubiertos por varones. Es más: las mismas transformaciones de la moda femenina, o algo tan trivial como la composición de nuevas minutas y matices de sabor, son tradicionalmente cosa de hombres. Cuando uno busca una particular experiencia para sus papilas linguales la suele encontrar en un restaurante, y no en el comedor familiar; y es seguro que en ese restaurante hay un varón preparando las comidas. El gusto de las mujeres es tan limitado y está tan empobrecido por la preparación de las comidas diarias, generalmente desprovistas de imaginación, que, suponiendo que alguna vez se propusieran inventar un plato nuevo, no serían capaces de hacerlo. No hay gourmets femeninos, las mujeres no valen absolutamente para nada.

Y, sin embargo, el varón, que reúne en sí todos los presupuestos espirituales y físicos de una vida rica, libre, humana, renuncia a ella y lleva la vida de un esclavo. Pues ¿qué hace el varón con todas sus admirables capacidades? Las pone al servicio de los que no tienen tales capacidades. Llama a este conjunto de seres «la humanidad», con lo que quiere decir las mujeres y las crías de las mujeres.

Es realmente una ironía el que los que serían capaces de tener una vida ideal no quieran gozarla, mientras que quienes podrían gozarla gracias al sacrificio de los otros no se interesen por ella. Nos hemos acostumbrado tanto a ese sórdido mecanismo de explotación unilateral de un grupo humano por una banda de parásitas, que hemos pervertido todos los conceptos morales. Se ha hecho obvio para nosotros que el sexo masculino es un Sísifo venido al mundo para aprender, trabajar y engendrar niños, y que sus hijos también vienen al mundo a aprender, trabajar y engendrar niños, y así sucesivamente, hasta el punto de que no conseguimos ya ni imaginar para qué otra cosa podría existir el varón.

Se considera digno al joven que funda una familia y se dedica desde aquel momento, durante toda su vida, a la alimentación de su mujer y de sus hijos, generalmente por medio de actividades sin interés o monótonamente repetidas. La sociedad excluye y desprecia al varón que no se ata, que no engendra niños, que vive unas veces aquí y otras allí, que hace unas veces una cosa y otras veces otra -según le interese, y para alimentarse a sí mismo y sólo a sí mismo-, y que, cuando encuentra a una mujer, se enfrenta con ella como un hombre libre, y no con la uniformidad del esclavo.

Es deprimente ver cómo los hombres traicionan día tras día aquello para lo cual habían nacido. Cómo, en vez de descubrir mundos nuevos con su espíritu, su fuerza y su gigantesca energía, mundos apenas soñados, o en vez de estudiar sentimientos de cuya existencia no se tiene ni idea, o en vez de hacer que la vida (la de ellos, de la que las mujeres no entienden nada) sea infinitamente rica y digna de ser vivida, renuncian a todas esas posibilidades y constriñen voluntariamente el espíritu y el cuerpo por vías en las que son útiles a las necesidades repugnantemente primitivas de las mujeres.

Teniendo en la mano las llaves de todos los enigmas del universo, los varones se rebajan voluntariamente al nivel de las mujeres y se les ofrecen patosamente. Con su espíritu, su fuerza y su fantasía, predestinados a hacer lo que podría ser, se dedican a conservar y reparar lo que ya existe. Y cuando inventan algo que no existía antes, recurren siempre a la coartada de que más pronto o más tarde el invento será útil para «toda la humanidad» (o sea, para la mujer). Se disculpan de sus hazañas, de dedicarse a los viajes cósmicos, de llegar a la Luna en vez de producir más comodidades materiales para las mujeres y sus hijos. El esfuerzo más laborioso implicado por todos sus descubrimientos ha sido siempre la traducción al lenguaje femenino, por ejemplo, por medio de spots publicitarios televisivos, montados con balbuceo infantil y dulzón murmullo erótico, destinados a invitar a las mujeres a que se sirvan tranquilamente de los nuevos logros.

Pues, a causa de su probada falta de imaginación, la mujer no siente nunca a priori necesidad de invento alguno; de sentirla, habría hecho alguna vez un invento ella misma, uno por lo menos.

Nos hemos acostumbrado tanto a que los hombres hagan todo lo que hacen contemplando a la mujer, que ni siquiera pensamos que podría ser de otro modo. Por ejemplo, que los compositores también podrían componer algo que no fueran canciones de amor (o sea, de dependencia); que los escritores podrían dejar de componer novelas y poemas de amor (o sea, de dependencia) y producir de una vez arte. ¡Hay que ver lo que ocurriría si los pintores dejaran de una vez sus inacabables desnudos o perfiles femeninos (convencionales o vanguardistas) y nos enseñaran finalmente algo nuevo, algo que no hubiéramos visto nunca!

Y no debería ser imposible que los científicos dejaran de dedicar sus trabajos a sus mujeres (las cuales no los entienden nunca, absolutamente nunca), que los cineastas no perjudicaran las ideas de sus filmes con pechugones cuerpos femeninos, que los periódicos no se sintieran obligados a disculpar sus reportes sobre astronáutica con fotos sangradas de mujeres de astronautas rubioxigenadas, y que los astronautas mismos transmitieran al espacio, como mensaje de la Tierra, algo distinto de esas cursis cancioncillas de amor (de dependencia).

No tenemos ni idea de cómo sería un mundo en el cual los varones aplicaran a la solución de problemas reales la fantasía que dedican a fabricar ollas a presión que se calienten todavía más deprisa, jabón en polvo o detergentes que laven todavía más blanco, terciopelos que destiñan todavía menos y lápices de labios aún más beso-resistentes. Un mundo en el cual, en vez de engendrar niños (los cuales engendren niños a su vez) y empujar así constantemente a la vida, vivieran ellos mismos. Un mundo en el cual, en vez de empeñarse en estudiar la «enigmática» psique de la mujer-que les parece tan enigmática sólo porque, enigmáticamente, es un objeto en el que no hay nada que investigar-, estudiaran su propia psique, o la posible psique de posibles seres vivos de otros planetas, y se pusieran a pensar en caminos para entrar en relación con éstos. Un mundo en el cual, en vez de fabricar armas para la guerra, armas que no tienen más objetivo que proteger la propiedad privada (sólo útil para las mujeres), construyeran astronaves casi tan veloces como la luz, para llegar a otros mundos y enterarnos de cosas que ni siquiera somos capaces de soñar.

Desgraciadamente, los varones, tan capaces de y tan dispuestos a reflexionar sobre todo lo habido y por haber, han declarado tabú todo lo que se refiera a la mujer. Lo peor es que estos tabúes son tan eficaces que ya nadie se da cuenta de su existencia. Sin pensar nunca sobre ellos, los hombres libran las guerras de las mujeres, engendran los hijos de las mujeres, construyen las ciudades de las mujeres. Y las mujeres se van haciendo, en el curso de ese proceso, cada vez más perezosas, más tontas, más exigentes en lo material. Y cada vez más ricas. Las mujeres se enriquecen constantemente mediante un sistema primitivo, pero eficaz, de explotación directa: boda, divorcio, herencia, seguro de viudedad, subsidio de vejez y seguro de vida. En los EUA, donde la proporción de mujeres en la población activa disminuye constantemente desde hace décadas, las mujeres disponen, como es sabido, de más de la mitad de toda la riqueza privada. No debe ser muy distinta la situación en las partes adelantadas de Europa. Pronto tendrá la mujer, además del poder psicológico, el poder material absoluto sobre el varón.

Éste lo ignora, y sigue buscando su felicidad en la sumisión. La sumisión tendría, hasta cierto punto, una justificación poética si la mujer fuera realmente lo que el varón cree que es: si fuera ese ser tierno y lleno de gracia, esa hada bondadosa, ese ángel de un mundo mejor, demasiado alado para él y para esta tierra. ¿Cómo es posible que cierren los ojos ante estos sencillos hechos unos seres, precisamente, que, en lo demás, aspiran a conocerlo todo? ¿Cómo pueden ignorar que la mujer se reduce, se reduce absolutamente a una vagina, dos pechos y un par de fichas perforadas con las que pronuncia estúpidas frases hechas? ¿Que son conglomerados de materia, embutidos de tripa humana que se fingen seres pensantes?

Si los hombres detuvieran por un momento su ciega productividad y se pusieran a reflexionar sobre esto, desenmascararían por fuerza en un abrir y cerrar de ojos a las mujeres, con sus collarcitos, sus blusitas de volantes y sus sandalitas doradas; y con la inteligencia, la imaginación - y la capacidad de, alcanzar objetivos que es propia de los varones, podrían construir en pocos días un nuevo aparato, una es pecie de máquina ginecomorfa que les ofreciera un sucedáneo equivalente de la mujer, que ni por fuera ni por dentro tiene nada original. ¿Por qué temen los varones tanto a la verdad?

Las mujeres son divinas gracias a su estupidez

Sólo los oprimidos pueden desarrollar en sí mismos la necesidad de libertad. En cuanto que son libres -y siempre que sean lo suficientemente inteligentes como para poder medir esa libertad con todas sus consecuencias- su anterior ansia de libertad se transforma en todo lo contrario, se asustan y empiezan a sentir nostalgia del cobijo que dan las ataduras firmes. El ser humano no es nunca libre durante los primeros años de su vida. Está enclaustrado entre las reglas de los adultos, y como carece aún de experiencia del comportamiento social, depende plenamente de esas reglas.

Por eso desarrolla un intenso deseo de libertad, ansía por encima de todas las cosas escaparse de su cárcel, y lo hace en cuanto que se le presenta la ocasión. En cuanto que está libre -y siempre que sea tonto, como lo son las mujeres- se encontrará muy bien en su libertad, e intentará conservarla. Un ser humano tonto no piensa abstractamente, no abandona nunca su propio terreno y no conoce, por tanto, ninguna angustia existencial. No teme a la muerte (no puede imaginársela) ni se pregunta por el sentido de la vida, pues todas sus acciones tienen inmediato sentido por las satisfacciones de su pasión de comodidad, y con eso le basta. También le son ajenas las necesidades religiosas. Si a pesar de todo asoman la cabeza, el hombre tonto las satisface rápidamente consigo mismo, pues es propio del carácter de los tontos el ser capaces de admirar sin inhibiciones su propia persona (cuando una mujer pertenece a una religión, es para ir al Cielo: Dios Nuestro Señor es, sencillamente, el varón que ha de prestarle ese servicio).

Muy diferente es la situación del hombre inteligente (o sea, del varón: siente, sin duda, al principio la liberación como un aligeramiento infinito, se embriaga con las perspectivas grandiosas de su independencia; pero en cuanto que se propone hacer uso de esa libertad, o sea, en cuanto que pretende comprometerse, mediante una acción libre, en tal o cual sentido, le salen al encuentro el temor o la angustia: como es capaz de pensar abstractamente, sabe que cada una de sus acciones contiene la posibilidad de infinitos efectos diferentes, consecuencias que no puede prever en su totalidad, a pesar de su inteligencia, y de las que será plenamente responsable una vez que se haya decidido libremente por su acción. ¡Con qué gusto se abstendría de, hacer nada, por miedo a los efectos negativos de sus actos! Pero como eso no es posible -el varón está condenado a la acción-, empieza a sentir nostalgia de las rígidas reglas de su infancia, nostalgia de alguien que le diga lo que debe hacer y lo que no debe hacer, dando de nuevo sentido a sus acciones, que ahora carecen de él (pues ellas están, ciertamente, en última instancia, al servicio de su propia necesidad de comodidad; pero y él mismo, ¿qué sentido tiene?), y aligerándole su gran responsabilidad. Se busca entonces un Dios que ocupe el lugar del Dios de su infancia -que era su madre- y al que pueda someterse incondicionalmente.

Lo que más le gustaría sería poder contar con un Dios riguroso, ciertamente, pero también justo, sabio y omnipotente, como el de los judíos, por ejemplo, o el de los cristianos o los mahometanos. Pero como el varón es inteligente, sabe, como es natural, que un ser así no puede existir, que todo adulto es per de f initionem su propio Dios y que, por lo tanto, no podrá satisfacer nunca su propio placer de la ilibertad (la vuelta a un estadio parecido al de la dependencia de la primera infancia le procura un bienestar profundo) más que mediante reglas estatuidas por él mismo. Consecuentemente, se pone en marcha para inventar esas reglas (esos Dioses).

Lo hace inconscientemente con los demás; registra, como los demás, sus experiencias, las compara con las de los demás, descubre rasgos comunes en las de todos, sintetiza inconscientemente en forma de reglas esos rasgos comunes e inventa así leyes del comportamiento «con sentido» (o sea, útil para alguien o para algo externo a él mismo), tras de lo cual se somete a esas leyes. Los sistemas así nacidos se amplían constantemente por vías colectivas e individuales, y pronto se hacen tan complejos que el individuo no consigue ya dominarlos con la mirada: en este momento se hacen autónomos y «divinos». Ya lo único que se puede hacer con sus leyes es confiar en ellas -igual que el niño sin experiencia tuvo que prestar fe a las leyes paternas, en parte dotadas de sentido y en parte absurdas-, pero lo que ya no se puede hacer es controlarlas; su violación está amenazada por la excomunicación y la pérdida del cobijo colectivo. El marxismo, el amor al prójimo, el racismo o el nacionalismo son sistemas así, y los hombres que consiguen satisfacer con ellos sus necesidades religiosas son mucho más inmunes al sometimiento a una sola persona (a una mujer).

Pero la aplastante mayoría de los varones se somete preferentemente a los celosos dioses que son las mujeres (y llaman amor a ese sometimiento), porque estos dioses presentan las condiciones más favorables a la satisfacción de sus necesidades religiosas: la mujer está siempre tangiblemente a la vista del varón, y, además, no tiene ninguna necesidad religiosa, y es, en esa medida, efectivamente «divina». Como siempre está planteándole exigencias, el varón no se siente nunca abandonado por ella (la mujer es omnipresente, tan ubicua como Dios). La mujer le independiza de los dioses colectivos, que el varón tendría que compartir con los demás varones. Le parece sumamente digna de confianza, puesto que tiene gran parecido con su madre, Dios de su infancia. Da un sentido artificial a su vida sin sentido, pues todo lo que hace está ahora al servicio de la comodidad de ella, no de la suya propia (y luego estará también al servicio de la comodidad de las crías de ella). La diosa mujer no es capaz sólo de castigar (negando su protección psicológica), sino también, como todo ser divino, de premiar (concediendo el goce sexual).

Pero los presupuestos principales de la divinidad de la mujer son su tendencia al disfraz y su estupidez. Todo sistema tiene que impresionar a sus fieles por su superioridad en saber, o bien tiene que confundirlos con su abstrusa incomprensibilidad. La primera posibilidad no está al alcance de las mujeres, así que aprovechan la segunda. Su perpetua mascarada hace que el varón las sienta extrañas y misteriosas, y su estupidez las pone más allá de todo intento de control intelectual por parte del varón, pues mientras que la inteligencia se manifiesta por acciones comprensibles, lógicas, y resulta así medible y controlable, las acciones de los tontos carecen de toda razón y no son ni previsibles ni revisables. Así, pues, la mujer, exactamente igual que los papas y los dictadores, está constantemente protegida de todo desenmascaramiento por una muralla de pompa, disfraz y secreteo; puede ampliar constantemente su poder y garantiza precisamente así al varón la satisfacción a largo plazo de sus necesidades religiosas.

Operaciones de doma

Con objeto de que el varón, tan dispuesto a someterse, se someta efectivamente a ella, y no a otros hombres, por ejemplo, o a una especie animal, o alguno de los sistemas aludidos, la mujer ha incorporado a su vida una serie de operaciones de doma que empieza a asimilarse muy tempranamente. En este punto favorece particularmente a la mujer el hecho de que el varón se encuentra del modo más completo en sus manos cuando más fácil de domar es, o sea, cuando es un niño. Por selección natural se reproducen precisamente las mujeres más aptas para la doma del varón. (Las demás, para empezar, no se pueden reproducir.)

Ya el hecho de que el varón esté acostumbrado desde el principio a tener cerca de sí una mujer, a sentir como «normal» su presencia y como «anormal» su ausencia, bastaría para hacerlo más tarde dependiente de la mujer en alguna medida. Pero esa mera dependencia no pesaría mucho, porque vivir sin mujer equivaldría en este caso a un simple cambio de ambiente o medio. El hombre nacido en la montaña y que luego tiene que vivir en el llano tendrá tal vez eternamente nostalgia de las alturas, pero no por eso volverá a ellas: hay cosas más importantes.

Tampoco interesaría a la mujer producir en el varón no más que una nostalgia romántica, subordinada, del tipo de la morriña, perceptible sólo los domingos y de lejos, pero sin consecuencias prácticas. Lo importante para ella es educar sin más al varón para el trabajo y para que ponga a su disposición todos los frutos de ese trabajo. Por eso intentará ante todo desarrollarle una serie de reflejos condicionados que le muevan a producir todos los valores materiales que ella necesita. Lo consigue amaestrándole desde el primer año de vida de acuerdo con la escala de valores propia de ella. Tiene tanto éxito en este proceso de doma que al final el varón identifica todo valor con la utilidad para la mujer, y no se encuentra a gusto más que si él mismo es valioso en ese sentido, o sea, si produce algo valioso para la mujer.

Con eso la mujer misma se le convierte en una especie de escala en la que puede leer en cualquier momento el valor o el disvalor de una actividad determinada. Cuando el varón hace algo que, según esa escala, carece de valor -por ejemplo, jugar al fútbol-, intentará compensar su falta lo más rápidamente posible mediante un aumento de su actividad en algunos de los terrenos reconocidos por la escala de valores (ésta es la razón por la cual las mujeres toleran, aunque sólo sea hasta cierto punto, el fútbol y algunos otros deportes).

El más útil de los métodos de doma utilizados por la mujer en la educación del varón ha resultado ser el elogio: es un método que se puede empezar a utilizar muy pronto y que conserva su eficacia completa hasta una edad avanzada del sujeto (a diferencia, por ejemplo, de la doma mediante el sexo, que no se puede practicar más que durante una fase relativamente breve). El método del elogio es tan eficaz que, si se dosifica bien, es posible incluso prescindir de su contrapeso, el reproche: un varón bien acostumbrado al elogio sufrirá al no ser elogiado tanto como si fuera objeto de reproches.

La doma por el elogio tiene, por ejemplo, las siguientes ventajas: hace dependiente al elogiado (pues para que el elogio tenga valor ha de proceder de una instancia superior y, por lo tanto, el elogio sentido como valioso hará que el elogiado sitúe a quien le elogia en un plano superior); el método hace al varón elogio-adicto (en cuanto que deja de tomar elogio, deja de saber si vale algo o no vale nada, y pierde la capacidad de auto-identificación); el elogio aumenta el rendimiento del varón (pues no se imparte -si se utiliza bien- siempre por el mismo rendimiento, sino por rendimientos cada vez más altos).

El lactante masculino queda preso en el círculo diabólico en cuanto que por vez primera le elogian por haber satisfecho sus necesidades excretoras no en la cama, sino en un orinalito, o en cuanto que identifica como elogio las conocidas frases memojoviales y la bondadosa sonrisa que saludan el hecho de que haya vaciado el biberón. Para volver a gozar el placentero elogio, intentará repetir en la primera ocasión lo que le ha procurado aquel agradable sentimiento. Si un día no recibe el elogio esperado se sentirá desgraciado y hará todo aquello en lo cual perciba alguna posibilidad de conseguir de nuevo el placer del que se ha hecho adicto.

Cierto que también el lactante femenino está sometido a actos de doma; durante los dos primeros años de la vida del niño, la mujer no introduce casi diferencias por razón del sexo de sus hijos. Pero la doma de la niña termina en cuanto que ha aprendido las reglas de la higiene: en ese momento se separan los caminos, y a medida que avanza el proceso de educación la niña es educada para explotadora y el muchacho para objeto de explotación.

Los juguetes son un medio importante para la obtención de esos fines. La mujer promueve primero y aprovecha después el instinto de juego de sus crías, y lo dirige como casualmente en el sentido deseado. Da a la niña muñecas y accesorios para muñecas: cochecitos de niño, camitas, ajuar y cacharros en miniatura; y da al niño todo lo que niega a la niña: construcciones, trenes eléctricos, coches de carreras, aviones. Así tiene la niña tempranamente ocasión de identificarse con su madre, de aprenderse el papel de mujer: inmediatamente aplica a las muñecas el sistema de doma de su madre, las elogia y les hace reproches como le ha ocurrido a ella misma, y aprende, en suma, jugando las leyes básicas del dominio sobre los seres humanos. Y como también la niña necesita elogio, pero no lo recibe sino por sus identificaciones con el papel de mujer, más tarde querrá a toda costa ser «femenina». Por eso la instancia decisiva para ella serán siempre mujeres, y nunca varones, pues sólo las mujeres pueden juzgar de si representa bien o mal el papel de mujer (se enseña a los varones pequeños que el papel de mujer es minusvalente y que, por lo tanto, su elogio no interesa.)

Se aplaude al niño varón por todo lo que hace, salvo si juega con hombres en miniatura. Construye modelos de esclusas, de puentes, de canales, desarma por curiosidad autos de juguete, dispara pistolas de juguete y se ejercita así en todo lo que luego necesitará para mantener a la mujer. Cuando un niño llega a la edad escolar, sabe ya en realidad, por experiencia propia, las leyes fundamentales de la mecánica, de la biología y de la electrotécnica, es capaz de construir una cabaña con troncos y planchas de madera y de defenderla tácticamente jugando a la guerra. Cuanta más iniciativa desarrolle en todos esos juegos, tanto mayor será la seguridad de que le elogien. Pues la mujer tiene mucho interés en que el muchacho sepa pronto más que ella (la mujer no podría subsistir sino muy difícilmente -dados sus conocimientos- en un mundo sin varones) y en que se haga completamente independiente de ella en todo lo relativo al trabajo. El varón es para ella una máquina, pero no una máquina corriente: si fuera una máquina corriente, la mujer tendría que atenderla con conocimiento especializado, por lo menos, tendría que programarla. La mujer diría -si entendiera estas palabras- que el varón es una especie de robot consciente capaz de auto-programarse (y, por lo tanto, de desarrollarse) y de adaptarse idealmente a cada situación nueva con un nuevo programa (también los científicos trabajan para conseguir autómatas así, que trabajen, piensen y decidan por ellos y pongan a su disposición los resultados de su actividad: pero se trata de autómatas de materia inorgánica.)

Y así, antes de poder decidirse autónomamente por otro modo de vida, el varón se ha hecho tan elogio-adicto que no se siente a gusto más que practicando actividades por las cuales alguien le elogie. Como todo drogado, necesitará cantidades progresivamente mayores de elogio, lo que le obligará a rendimientos cada vez mayores en el sentido deseado por la mujer. Desde luego que, en principio, el elogio podría proceder también de otro varón; pero el hecho es que los varones -por su adicción al elogio- están siempre atareados y, además, se encuentran en competición hostil los unos con los otros. Por eso el varón se lleva, en cuanto puede, a su propia casa un elogiador propio y exclusivo suyo alguien a quien poder preguntar a cada paso si es bueno y trabajador o no, y si es muy bueno y muy trabajador o poco. De un modo aparentemente casual, la mujer es un ser ideal para desempeñar esa función. ¡Como que ha sido ella la que lo ha escenificado todo, para no tener luego sino que esperar a que le ofrezcan el papel!

Alguna rara vez un varón -por ejemplo, un artista o un científico de mucho éxito- consigue romper el círculo y obtener también de otros varones el aplauso que imperiosamente necesita. De este modo se independiza de las mujeres, pero no de su adicción al elogio. Prueba de ello sea el hecho de que un varón que ha tenido éxito en un determinado campo y que, como consecuencia no tiene ya riesgos -económicos, no se traslada, de todos modos, a otro terreno para satisfacer en él sus capacidades y su curiosidad. Por regla general, sigue insistiendo -como Miró con sus técnicas, Strauss con sus valses o Tennessee Williams con sus dramas femeninos- en el terreno en el que ya ha conseguido elogios: evita el riesgo de tener que convertirse en juez y criterio de sí mismo.

Eso suscita inmediatamente la sospecha de que el llamado estilo «personal» de un autor no sea nada positivo. Un autor como Beckett, por ejemplo, que a lo largo de veinte años no ha producido más que variaciones sobre Godot, no puede hacerlo por gusto (es demasiado inteligente para eso). Lo que pasa es que, como elogio-adicto, rehuye el riesgo como se rehuye un tratamiento de desintoxicación o deshabituación. ¡Ah, si se pudiera liberar de sus comportamientos condicionados! Hace ya tiempo que habría realizado otras tosas, quizás aviones (pues la sólida mecánica de sus dramas permite suponerle gran talento técnico), o cultivado plantas raras, o incluso tal vez habría escrito -por una vez al menos- una comedia. Quizás una comedia en la que una mujer estuviera enterrada hasta la cintura y buscara el cepillo de dientes, como en Los días felices. A lo mejor hasta tenía éxito de público. Pero, como es natural, un experimento así resulta demasiado arriesgado para un varón amaestrado según el principio del rendimiento. Por eso un tipo como Beckett prefiere seguir escribiendo dramáticamente sobre lo absurdo del impulso vital: pues por ese camino tiene asegurado el elogio.

La doma por auto-humillación

De vez en cuando un varón particularmente crítico se atreve a decir que las mujeres no tienen dignidad, por la imprudencia con que exhiben su ignorancia en todos los campos del saber. Pero al criticarlas así ese varón olvida que él mismo debe al amaestramiento femenino sus propios conceptos de honor, orgullo, dignidad humana, etc. Que él mismo es honorable, orgulloso, caballeroso gracias a que lo amaestró una mujer. Y que esas cualidades que constituyen su virilidad y que tanto lo enorgullecen están tanto más sólidamente arraigadas en su carácter cuanto más intensamente le sometió la mujer a su doma. Él por sí mismo no ha hecho nada por conseguirlas.

En todo tratado corriente de psicología se puede leer que el modo mejor de conseguir el rendimiento del niño es promoverle la confianza en sí mismo. Pero es imposible que un niño cobre por sí mismo esa auto-confianza: pues nace en un mundo en el que todo le es superior y en el que no puede conseguir nada por sus propias fuerzas. La mujer, interesada en hacer del lactante masculino un ser humano que se mantenga no sólo a sí mismo, sino también a otras personas, intentará, por lo tanto, ante todo, con su educación crear esa confianza en sí mismo. Y así trivializará para el niño los peligros de la existencia -si es que ella misma los ve-, le ocultará la posibilidad de la muerte (por ejemplo, prometiéndole la vida eterna como premio de una buena conducta en su sentido) y suscitará de este modo el estado de ánimo de optimismo oligofrénico que mejor predispone al niño para la doma (y, por lo tanto, para la vida en general). Como hemos visto, el elogio es uno de los métodos adecuados para elevar la viril confianza en sí mismo y, con ella, el rendimiento. Otro método importante es la auto-humillación de la mujer.

Si la mujer no superara en inteligencia a sus crías, al menos durante los primeros años de la vida de éstas, la especie habría dejado de existir hace tiempo. Pero una buena madre estará siempre sobre aviso para que su inicial superioridad no inhiba el desarrollo del niño, se vuelva un día contra ella misma y el niño siga aferrado a sus faldas más de lo imprescindible. Por eso intentará infundir a la criatura, sobre todo si es masculina, lo más tempranamente posible, un sentimiento de superioridad sobre ella misma. Se trata de una especie de anticipo sobre los posteriores rendimientos, con objeto de darle la primera confianza en sí mismo. La mujer utiliza en este proceso un truco que se ha de aplicar con frecuencia creciente a medida que el varón en ciernes avanza en su desarrollo: afecta ser todavía más tonta de lo que ya lo es, y le da así una ventaja que no debe perder nunca más, si es que quiere llegar a ser un verdadero varón (y ya se preocupará ella de que él lo quiera).

Como el valor de la mujer en sociedad no se mide por su inteligencia, sino según otros puntos de vista del todo diferentes (en realidad, no se mide en absoluto: el varón la necesita, y punto final), las mujeres pueden permitirse el parecer y el ser todo lo tontas que quieran. En este punto las mujeres se parecen de un modo genérico a los ricos: tampoco es lo importante de los ricos la inteligencia, sino la riqueza. Henry Ford II no sería peor acogido en sociedad si tuviera la capacidad intelectual de cualquiera de las clientes habituales de Tiffany’s. Su chofer es el que no podría permitirse ese lujo, sino que por fuerza tiene que ser más inteligente. Exactamente igual que un rico, la mujer puede quedar al descubierto cuantas veces sea necesario -y es un hecho que se queda todo lo al descubierto que puede-, sin que por ello le cancelen la cuenta. Dicho de otro modo: una mujer puede ser todo lo tonta que quiera, que no por eso dejará el varón de mirarla ni de buscar su compañía.

El conjuro pedagógico femenino dice con toda sencillez: el trabajo es varonil y el ocio es mujeril. Proclama que el hombre se encuentra en una situación envidiable, pues es fuerte y carece de ataduras, mientras que ella es débil y está, además, atada a la casa por los sagrados lazos de la gravidez. Y que ella es físicamente inepta para un trabajo valioso.

El varón se atiene gustosamente a esa mitología que considera aduladora. No para mientes en que también el elefante es fuerte, más que el varón, por ejemplo, a pesar de lo cual los varones se adaptan mejor que los elefantes a la mayoría de los trabajos productivos.

Desde luego que la mujer oculta al varón que, en comparación con lo que él hace, ella no hace prácticamente nada. Cierto que no para en todo el día, sino que siempre está ocupada en algo. Lo que dice es que todo lo que ella hace tiene menos valor que el trabajo de él. Así le sugiere que los placeres de débil mental a que se entrega durante el día entero (planchar, hacer bollos, limpiar y decorar la casa) son trabajos imprescindibles para el bien de la familia, y que debería considerarse afortunado por tener una mujer que le descarga de todas esas bajas tareas. El varón, incapaz de sospechar que, en realidad, esos trabajos divierten a la mujer, se sentirá efectivamente afortunado.

La mujer clasifica todos los trabajos «masculinos» y «femeninas» en «dignos» e «indignos», y así les carga unos valores emocionales a los que, al cabo de poco tiempo, nadie es ya capaz de sustraerse: de este modo se hace incontrolable y se procura una libertad insensata en su propio dominio. Pues, haga lo que haga, se tratará siempre de algo sin trascendencia en comparación con el trabajo masculino: si ella misma lo dice, ¿para qué van a comprobárselo los varones?

Como es natural, éstos podrían, si quisieran, desenmascarar el léxico femenino, y llamar «duros» a los trabajos «masculinos» y «ligeros» a los «femeninos» el trabajo masculino suele ser duro y difícil, mientras que el doméstico es siempre fácil. Tratándose, por ejemplo, de una familia de cuatro personas, y contando con las máquinas que el varón ha inventado para ello, el trabajo doméstico se liquida sin esfuerzo en dos horas matutinas. Todo lo demás que hacen las mujeres es superfluo, les sirve para divertirse y para mantener los estúpidos símbolos de status de su banda (visillos calados o bordados, matas de flores, brillo con abrasivos): llamar a eso trabajo es una impúdica mentira interesada.

El trabajo doméstico es tan fácil que en los manicomios lo ejecutan tradicionalmente los oligofrénicos que no sirven para ninguna otra cosa. El que las mujeres protesten a veces porque no reciben un sueldo especial por ese trabajo (y no exigen mucho: no más, por ejemplo, que el salario de un mecánico de automóviles…) es una prueba más de lo atractivo que es ese «trabajo» para ellas. Esas reivindicaciones son, además, muy miopes, pues podrían provocar el que un buen día las mujeres se estimaran efectivamente como fuerza de trabajo y se asalariaran adecuadamente. Esto pondría de manifiesto que viven, gracias a los varones, muy por encima de sus posibilidades.

Pero el varón está acostumbrado desde niño al léxico femenino, y no está interesado en desenmascararlo. Tiene que creer que hace algo grande al ganar dinero para su mujer; que hace algo que no sería capaz de hacer una mujer. Si no dispusiera de ese sentimiento de superioridad, el varón se desesperaría por la burda monotonía de su propio trabajo. En cuanto que algo le hace pensar que una mujer podría hacer perfectamente lo que él hace (y de vez en cuando las mujeres consideran oportuno suscitar en él esa impresión), el varón intenta aumentar su rendimiento para restablecer la distancia sólita entre él mismo y el sexo «débil». Lo necesita para su estimación de sí mismo.

Es fácil analizar el círculo infernal: las mujeres inventan reglas, doman a los varones a tenor de ellas y de este modo consiguen dominarlos. Ellas mismas no se atienden a las reglas de los varones. El honor viril, por ejemplo, es un sistema fabricado por las mujeres. Pero ellas mismas quedan fuera de él, renuncian, por lo que a ellas hace, a todo honor y manipulan de este modo a los varones. En uno de los conocidos telefilmes policíacos de Emma Peel, dos hombres se miran hostilmente desde las dos bandas contrapuestas de una mesa de billar. Cada uno tiene ante sí una pistola. Por cuestión de honor convienen en que contarán en voz alta hasta tres antes de empuñar sus armas y disparar el uno contra el otro. El protagonista agarra la pistola al llegar a dos, dispara y se salva de este modo: se ha quedado fuera del sistema y ha podido, por ello mismo, manipular al otro, que incluso en peligro de muerte prefirió el sistema a la razón.

Despreciando todo lo que ella hace, la mujer empuja al hombre a cargar con todo lo demás, o sea, con todo lo que a ella no le divierte (la mujer preexiste, como madre, al varón, y ha realizado ya todas sus elecciones). El varón se siente desgraciado e inútil cuando tiene que realizar «faena de mujeres». Muchos hombres llegan al extremo de fingir gran torpeza al realizar algún trabajo doméstico, porque las mujeres celebrarán su intencionada incapacidad, tan «viril». El varón que se cose un botón no es un hombre «de verdad». Y si llega a la extremosidad de manejar el aspirador, es que tiene algo decididamente raro… Esos argumentos y otros análogos sirven para puerilizar al varón (que se siente capaz de cualquier cosa, excepto de hacerse una sopa) y le impulsan a dejarse echar sin resistencia del lugar de trabajo menos exigente del mundo. Sólo cuando ha rebasado un determinado estadio de su doma puede ser utilizado sin peligro, como ayudante, para ciertos trabajos domésticos (en el curso de los cuales tiene que obedecer, desde luego, estrictamente las instrucciones de la mujer, puesto que él no entiende de eso). El varón tendrá siempre la sensación de que esas tareas son deshonrosas, y no llegará nunca a darse cuenta de lo agradables que son en comparación con su propio trabajo.

Le basta a una mujer con suspirar que, «por ser mujer», no está a la altura de tal o cual trabajo para eximirse efectivamente del que sea. Cuando, por ejemplo, desliza en una conversación -a poder ser con testigos- que su marido conduce mucho mejor que ella, ya puede disponer de chofer vitalicio, sin más que esa simple observación (las autopistas y carreteras abundan en mujeres con marido-chofer). Cuando una mujer dice que, «por ser mujer», no puede ir sola a un determinado local (teatro, sala de conciertos), lo que no puede es dar una sola explicación razonable de ello -pues las mujeres son atendidas en los restaurantes tan bien o tan mal como los varones, y para no ser «molestadas», como ellas dicen, les basta con no vestirse provocativamente-, pero esa confesión le vale un lacayo que la llevará, como si fuera un estadista extranjero, de la puerta de su casa a la del local o restaurante, le conquistará una mesa, le compondrá la minuta, la entretendrá y al final le pagará la cuenta. También suele confesar la mujer que no entiende nada de política, que, desgraciadamente, la mujer es demasiado tonta para la política: basta eso para que un varón se ponga a estudiar para ella periódicos y revistas políticas, soporte largas discusiones televisadas, sopese los varios argumentos de otros varones y acabe llevándole para el día de las elecciones una opinión lista y consumada. Ella vota entonces por el partido que aquel varón, sobre la base de sus concienzudos estudios, ha considerado como más adecuado a su especial situación -a la de ella-, y así se descarga del molesto deber electoral duplicando la opinión de su hombre sin alterar el resultado final (alteración que efectivamente podría tener para ella consecuencias catastróficas, puesto que no entiende nada de política, y lo sabe).

Uno de los espectáculos más fantásticos de la doma por auto-humillación es el que ofrecen aquellas mujeres que pasan sus días en condiciones paradisíacas, en una villa de las afueras llena de comodidades, con niños, perro y otras señoras, provistas de segundo automóvil, televisor y todos los aparatos domésticos imaginables, y que dicen a su marido (tal vez ingeniero o abogado) que le envidian porque él sí que tiene una vida «plena», mientras que ellas, «por ser mujeres», se ven constreñidas a una vida indigna de un ser humano. La grandeza del espectáculo estriba sobre todo en que le dicen eso al hombre que está pagando con su vida todo aquel confort material y moral, y en que dicho varón se lo cree.

Dice la Biblia que Eva fue hecha con una costilla de Adán, o sea, que es una copia de éste y menos valiosa que él. Se trata de un ejemplo típico de doma del varón por auto-humillación de la mujer. Se puede estar seguro de que esa historia fue inventada en tiempos remotos por una mujer. Y, evidentemente, la ha puesto por escrito un varón (hace poco que las mujeres saben escribir).

Léxico

La constante auto-humillación ante el varón ha hecho que, en presencia de éste, las mujeres utilicen un lenguaje cifrado que entre ellas entienden perfectamente, pero en el que el varón, que se atiene al significado corriente de las palabras, no puede penetrar. Le será, pues, útil hacerse con la clave y disponer de una especie de diccionario en el que poder buscar las frases que oye para traducirlas al lenguaje común. He aquí algunos ejemplos (original y traducción, en cada caso, al lenguaje común)

Lenguaje cifrado: Traducción:
Un hombre tiene que ser capaz de protegerme Un hombre tiene que ser capaz de protegerme de todas las incomodidades. (¿Y de qué iba a protegerla, si no? ¿de los bandidos del desierto? ¿De la guerra atómica?)
Quiero sentirme tranquila y cobijada junto a un hombre. Quiero que no me moleste por nada del mundo con preocupaciones económicas.
Un hombre tiene que ser superior a mí. Para que yo lo tenga en cuenta, un hombre tiene que ser más inteligente, más responsable, más valiente, más fuerte, más trabajador que yo. Si no, ¿para que me iba a servir?
Si mi marido me lo pidiera, renunciaría a mi profesión sin vacilar. En cuanto mi marido gane bastante dinero, dejo de trabajar.
Lo único que deseo es hacerlo feliz. Me esforzaré lo posible para que nunca descubra cómo me aprovecho de él.
Estoy dispuesta a descargarle de todas las preocupaciones mezquinas. Haré lo imposible para que no se distraiga de su trabajo.
No quiero vivir sino para él. Este que tengo tendrá que trabajar sólo para mí.
No viviré ya, más que para mi familia. Nunca más en la vida volveré a trabajar, que se las arregle él .
No me interesa para nada la emancipación de la mujer. ¡Como si fuera idiota! ¡Que él trabaje para mí!. ¡Es su obligación!.
¡A pesar de todo, vivimos en la época de la igualdad ante la ley! ¡Que no se crea que por ganar el dinero, el decide!
Para estas cosas soy muy torpe. Este trabajo me lo tiene que hacer él. ¿para que está?
Mi marido sabe de todo. Lo uso para todo, y lo puedo aprovechar como diccionario.
Cuando dos se quieren de verdad, no necesitan la bendición desde el primer día. Todavía se resiste un poco, pero en la cama lo convenzo.
Lo quiero. Es una máquina trabajadora de primera calidad.
Etcétera, etcétera, etcétera.

Desde luego que las mujeres no dicen esas frases (en azul) más que a un varón, directamente o cuando las puede oír. Cuando están entre ellas hablan muy normalmente de hombres, si es que llegan a hablar de ese tema. Como hablarían de otros objetos, o como se ofrecerían consejos especiales para utilizar bien un aparato doméstico de cuya utilidad, por lo demás, están todas convencidas.

Cuando una mujer dice, por ejemplo, «no puedo seguir poniéndome este abrigo (o este sombrero) porque no le gusta a mi hombre», la mención del varón no implica valor emocional alguno (como no sea el que tenga el abrigo, o el sombrero). Significa simplemente: «No tengo más remedio que seguirle la corriente, porque él hace todo lo que yo quiero.»

Cuando las mujeres hablan entre ellas de las características que les harían decidirse por un hombre, no dicen, desde luego, que tendría que ser superior a ellas, que las protegiera o cobijara (esa charlatanería provocaría entre ellas carcajadas). Tal vez indiquen que preferirían un hombre de tal o cual profesión (profesión quiere decir en este contexto ingresos, seguros de vejez, jubilación y viudedad, capacidad de pagar caras pólizas de seguro de vida). O dicen, por ejemplo: «El hombre con el que me case tiene que ser un poco mayor que yo, por lo menos media cabeza más alto y algo más inteligente que yo.» Lo que significa que es menos llamativo y más natural ser alimentada por un ser humano algo mayor, más inteligente y más robusto que por un ser humano más joven, más frágil y más tonto.

Las mujeres tienen poco sentimiento

Hay muchas formas y muchas variantes en los métodos femeninos de doma, y nos llevaría demasiado lejos el intentar aludir a todas ellas. Sólo distinguiremos dos variantes más con una consideración algo más detallada: el método de los «buenos modales» masculinos y el que tiene por objeto la represión de las emociones masculinas.

Todo varón que quiera tener éxito con las mujeres (¿y qué varón no lo quiere?) ha de exhibir, de serle posible, además de inteligencia, ambición, aplicación, tenacidad, una calificación más: ha de saber cómo se tiene uno que comportar en presencia de mujeres. Hay para ello unas normas precisas inventadas por las mujeres: los buenos modales o buenas maneras. Este código dice que todo varón que se respete ha de tratar en todo momento a toda mujer como a una reina, y que, a la inversa, toda mujer que se respete ha de facilitar al varón la ocasión de que la trate como a una reina.

Es cierto que bastará que un varón sea rico para que una mujer se case con él. Pero si ella tiene la posibilidad de elegir entre un hombre rico de malos modales y un hombre no menos rico de buenas maneras, preferirá naturalmente este último. Pues el dominio de las normas de la buena conducta es para ella la garantía de que aquel varón ha asimilado el valor ideal de la mujer -gracias a esa serie adicional de normas de conducta- de un modo tan interiorizado que no lo pondrá en duda ni siquiera cuando, al cabo de algunos años, ella sea mucho menos atractiva para él. Los psicólogos dicen que la risa provoca alegría o que la fe viene rezando. Eso es verdad, pero sólo respecto de los varones: tratan a las mujeres como a seres superiores y éstas acaban siendo para ellos seres superiores. Las mujeres, en cambio, distinguen mucho mejor entre la realidad y el teatro.

Los «buenos modales» no son formas de condicionamiento arraigadas en la psique profunda, como las demás operaciones de amaestramiento. Se enseñan relativamente tarde a los niños, y por eso es fácil descubrir su carácter de medidas de explotación femenina. Sorprende que trucos tan viejos puedan seguir siendo eficaces hoy día.

Hace falta, por ejemplo, mucha cara dura a la madre que imparte a su hijo recién salido del bachillerato los consejos siguientes, con ocasión de su primera salida al teatro con una joven distinguida: «…pagas el taxi, te bajas, das la vuelta al taxi, abres la otra puerta y ayudas a la señorita a apearse… la conduces por la escalinata dándole el brazo o, si no hay sitio suficiente, subiendo tú detrás de ella, por si resbala… ábrele las puertas… Ayúdale a quitarse el abrigo… lleva el abrigo a guardarropía y compra un programa para ella… al ir hacia la localidad ve tú delante de ella abriéndole camino, y en el descanso llévale algo…» Etcétera. A lo cual hay que añadir que ya por sí mismo el teatro es una tortura para el varón, porque es un género artístico superado y porque prácticamente todas las obras representadas (como la mayor parte de la «vida cultural» en general) están cortadas a la medida del nivel intelectual de la mujer. El varón podría sospechar que tanto él mismo, que acompaña a la mujer, como toda la procesión de lacayos desde el administrador hasta los actores pasando por los directores, no están en el teatro más que para facilitar a esa mujer y a toda su banda un lugar en el que ellas puedan celebrar sus estúpidas orgías, consistentes en exhibirse unas a otras sus grotescos disfraces ante el telón de fondo de los caballeros vestidos de negro.

El aspecto más frívolo de los «buenos modales» consiste en que imponen al varón el papel de protector. La cosa empieza muy inocentemente, subiendo escalinatas detrás de la mujer, cediéndole la parte interior de la acera, y termina con la llamada a filas y, en su caso, la guerra. Hay, pues, una de esas normas de conducta que dice: «Si la situación lo exige, el varón tiene que proteger a la mujer de cualquier incomodidad incluso al precio de su vida.» En cuanto llega a la edad requerida, el varón obedece a esa regla sin pensarlo siquiera: la doma ha concluido mucho tiempo antes, de modo que en una catástrofe empezará por salvar a las mujeres y a los niños, y luego pensará en sí mismo. Aunque le cueste la vida.

Y el hecho es que no hay razón alguna que impida una inversión de los papeles. Como la mujer es muy pobre de sentimiento, es posible que consiguiera asimilar las impresiones brutales de la guerra mucho mejor que el varón, en el que aquéllas producen frecuentemente lesiones psíquicas duraderas. La mujer está de antemano acostumbrada a ver sangre, a causa del ciclo, y la forma actual de la guerra no requiere ni fuerza física ni inteligencia, sino sólo tenacidad. Cualquier estadística sobre expectativas de vida enseña que las mujeres son más longevas que los varones. Eso quiere decir que son más tenaces. Seguro que una norteamericana normal, que habrá hecho deporte durante su época estudiantil, no será físicamente inferior a los pequeños vietnamitas. Por lo tanto, en su guerra asiática el soldado norteamericano combate contra unos enemigos que no son físicamente más fuertes que sus amigas del College. La citada pobreza de sentimientos de la mujer se manifiesta también en el hecho de que la mujer reprime las emociones del varón siempre que puede, y encima tiene fama de ser sensible y llena de sentimiento.

Las glándulas lacrimales son pequeños recipientes que, al igual que la vejiga de la orina, se pueden educar de modo que obedezcan a la voluntad. Un adulto es perfectamente capaz de no orinar en la cama y de no llorar. Este amaestramiento se practica en el caso de los niños varones mediante la auto-humillación de la mujer («¡Los chicos no lloran!; ¡Tú no eres una niña!»). Esta doma no se practica con la niña, la cual aprende muy pronto a aprovechar en su favor esa circunstancia. Cuando un varón ve llorar a una mujer no se le ocurre nunca que ésta ha perdido momentáneamente el control de las glándulas lacrimales: pensará que está dominada por un intenso sentimiento, cuya intensidad medirá incluso por la cantidad de líquido segregado por las glándulas.

Se trata, ciertamente, de una mala interpretación, pues las mujeres tienen poco sentimiento, ya por la sencilla razón de que no pueden permitirse tener mucho. El sentimiento las podría tentar, por ejemplo, a aceptar un varón inaprovechable para sus fines (un varón que no se dejara esclavizar), o bien podría hacerles insoportable la presencia de un varón -los varones les son, en realidad, completamente extraños- y obligarlas a vivir exclusivamente con mujeres. (Hay de hecho muchas menos mujeres homosexuales que varones homosexuales, y las que lo son, son ricas o, por lo menos, están a salvo de toda inseguridad económica.)

Pero todo eso implicaría para una mujer pensar, trabajar, cargar con responsabilidades y renunciar a todas las cosas que le interesan. Como no está dispuesta a eso, evita tener sentimientos, al mismo tiempo que representa el papel de sentimental para que el varón no se dé cuenta de lo fría y calculadora que es en realidad. Como en cuestión de sentimientos se limita a la imitación o ficción, conserva siempre la cabeza despejada y puede aprovecharse de los sentimientos de su -interlocutor (sólo es posible calcular un sentimiento ajeno si uno mismo no está afectado por él). No le basta para eso con que el hombre crea que ella siente tan intensamente como él. El varón tiene que creer que la mujer, «por ser mujer», es mucho más lábil, sensible, irracional y sentimental que él mismo, pues sólo si cree todo eso le es posible a la mujer evitar desde el principio cualquier sospecha. La operación de doma antes descrita le sirve para crear las condiciones de esta estafa.

Un hombre, lo que se dice un hombre, no llora, ni se ríe a carcajadas (sino que sonríe reservadamente, lo que le hace simpático a su ambiente y asegura a su jefe o a la otra parte contratante que es un hombre serio), no se asombra nunca (no exclama «¡ay!» cuando se va la luz, ni «¡ jiii!» cuando entra en el agua fría). No permite que nadie note el agotamiento de su esfuerzo (no dice «¡uf!» al descargar una caja pesada), ni canta cuando está alegre.

Y cuando contempla todas esas manifestaciones de sentimiento de la mujer, el varón no recuerda que si él mismo no las muestra es precisamente porque la mujer le ha enseñado a no mostrarlas. Supone sin más que los sentimientos de la mujer tienen que ser infinitamente más intensos que los suyos, puesto que los exhibe tan descontroladamente.

El varón, que no llora más que cuando sufre una desgracia grande (por ejemplo, si se muere su mujer), tiene que creerse que el dolor que experimenta su mujer al romper en llanto -por ejemplo, por causa de la obligada renuncia a una fiesta- es tan intenso como el suyo cuando llora. Y hasta se considerará como un ser sin entrañas, por no ser capaz de acompañar a su mujer en su profundo llanto. Sería muy útil para los hombres saber que una mujer puede tener pensamientos helados y clarísimos mientras se le velan los ojos con las lágrimas.

El sexo en cuanto recompensa

Toda doma se basa en el principio del látigo y el terrón de azúcar. La aplicabilidad de una u otra punta del método depende en cada caso de la correlación de fuerzas entre el domador y el objeto de la doma Pero incluso en la doma de niños pequeños se advierte que predomina la tendencia al terrón de azúcar: éste tiene, en efecto, la ventaja de que conserva mejor la confianza de los niños en sus padres; los niños siguen acudiendo con sus problemas a sus padres y se dejan manipular más fácilmente que si fueran enderezados con palizas sistemáticas.

Cuando un delfín ejecuta correctamente uno de los actos de su doma, el domador le premia con un pez. El delfín se tiene que alimentar, y hace por su alimentación lo que le exigen. En cambio, un varón es capaz de procurarse por sí mismo su alimento: el dinero pasa, al menos, por sus manos. Por eso sería hasta cierto punto insobornable si no sintiera otra necesidad muy intensa que no puede satisfacer por sí mismo: la necesidad de contacto físico con el cuerpo de una mujer. Es una necesidad tan intensa y el hombre experimenta tanto gusto al satisfacerla que aquí se encuentra quizás el motivo más robusto de su sumisión a las mujeres; es posible que el mismo placer de la ilibertad no sea más que una faceta de la sexualidad del varón.

Este tiene que satisfacer su necesidad, y el fundamento de la economía sigue siendo el trueque. El que pide la prestación de un servicio tiene que ofrecer a cambio algo igualmente valioso. Ocurre, empero, que los varones han llegado a encarecer hasta precios insensatos la utilización en exclusiva de una vagina. Esto permite a la mujer ejercer una explotación intensísima que supera ampliamente al sistema capitalista más conservador. Ni un solo varón se salva de ello. Y como lo femenino es ante todo un hecho social, y no tanto un fenómeno biológico, ni siquiera los varones homosexuales se libran de esa explotación. Entre ellos, el miembro menos instintivo de la pareja descubre pronto la manipulabilidad del más fuerte sexualmente y adopta el papel de explotador -o sea, de mujer- incluso en su comportamiento externo: ser femenino quiere decir ser el de menos impulso sexual.

Del mismo modo que no se pueden permitir grandes sentimientos, las mujeres renuncian también a una libido intensa (si no, ¿cómo se podría explicar que las chicas se nieguen al amigo que les gusta, pero sigan hablando de amor con él y respecto de él?). La mujer reprime la libido -siguiendo los consejos de su madre- ya durante la pubertad, en interés del capital que eso ha de rentarle más adelante. Antiguamente la única novia valiosa era la novia virgen, y todavía hoy se considera que una muchacha de pocos amantes vale más que una que haya tenido muchos. Jamás ha valido nada, en cambio, la castidad del varón (como a las mujeres no les importa nada el varón, tampoco les importa su castidad). Por todo ello una mujer adulta no puede sino «seducir» a un chico, no violarlo. Mientras que un varón que haga lo mismo con una chica menor de edad será un criminal sexual para el que el populacho femenino exigirá pena de presidio.

El varón podría condicionar su impulso sexual exactamente igual que la mujer, pero siempre que empezara a tiempo las operaciones correspondientes. La prueba son los monjes, que en su gran mayoría van tirando sin actividad sexual (y nadie pretenderá sostener en serio que ese considerable grupo de varones se componga de eunucos). Pero, en vez de reprimirlo, el varón hace que su impulso sexual se desarrolle en cada ocasión posible, y, como es natural, por obra de las mujeres, que están capitalmente interesadas en su libido.

Mientras que el varón nunca se viste de tal modo que su aspecto pueda producir excitación sexual en el otro sexo, la mujer empieza a componerse en forma de cebo ya desde los doce años. Subraya las redondeces del pecho y de las caderas con vestidos ajustados, usa medias transparentes para llamar la atención sobre la longitud de las piernas y la forma de las pantorrillas y los muslos, se pinta los labios y los párpados para que arrojen cierta luz húmeda, da al cabello tonos luminosos; y todo con la exclusiva finalidad de excitar el ansia de actuación sexual del varón y mantenerla siempre despierta. La mujer ofrece su mercancía tan abiertamente como si la pusiera en un escaparate y bastara superar una diminuta distancia para hacerse con ella. No puede sorprender el que el varón, puesto en constante excitación sexual por esa oferta, deje de pensar pronto en todo lo que no sea ganar el dinero suficiente para adquirir la tentadora mercancía.

Pues sin dinero, o, por lo menos, sin perspectivas de tenerlo, no hay varón que consiga una mujer ni, por lo tanto, satisfacción sexual. Es verdad que en las relaciones entre los sexos hay operaciones de crédito: en determinadas condiciones, una mujer estará dispuesta, mientras su hombre se encuentre aún en la fase de formación profesional, a ganarse ella misma su pan y ponerle mientras tanto su cuerpo a disposición, como adelanto por futuras contraprestaciones. Pero los intereses de estas operaciones son muy elevados (la profesión que durante ese período aprenda el hombre tiene que estar lo suficientemente bien remunerada como para que la inversión hecha por la mujer sea rentable). El principio general es que una mujer es tanto más cara cuanto más atractivos son sus caracteres sexuales secundarios. Por eso cuando un varón se encuentra con otro que posee una mujer particularmente atractiva, no se tiene que deprimir: tiene que pensar en lo cara que le cuesta aquella mujer a ese otro varón.

Desde el punto de vista económico sería mejor para el varón satisfacer con prostitutas su impulso sexual, en vez de precipitarse en el matrimonio (prostitutas en sentido convencional antiguo: en sentido estricto, la mayoría de las mujeres son prostitutas). Pero como el varón actúa en todo caso como según el principio del rendimiento que le han interiorizado en su doma, considera minusvalente la satisfacción sexual que le sale relativamente barata. Goza tanto más cuanto más cara es la mujer con la que duerme. Y cuando no puede conseguir a una mujer más que de esa manera, o cuando no ve ninguna posibilidad más barata de conservarla, ofrece el precio máximo, o sea, se casa con ella.

Por esa razón pueden las mujeres tolerar la prostitución convencional. Como no conocen los celos en el sentido masculino (aunque de vez en cuando los representan para adular a su marido), no tienen el menor reparo en defender la existencia de burdeles. Tampoco les ha importado nunca nada ignorar las aventuras extraconyugales de su compañero, o perdonarlas si no tienen más remedio que darse por enteradas. La mayoría de las mujeres siguen al lado de su hombre aunque éste las engañe, mientras que el caso inverso es muy infrecuente. Aun más: en el fondo la mujer desea que su hombre vaya con otras, porque la conciencia sucia o el agradecimiento por la tolerancia le asegurará más beneficios. Pero lo que más le contenta es que esas aventuras extramatrimoniales ocurran bajo su control directo: por eso el intercambio entre parejas y la sexualidad de grupo se presentan a más mujeres cada vez como la posibilidad ideal de neutralizar la fantasía sexual de sus hombres.

Estas formas de relación sexual extramatrimonial son gratuitas (lo que quiere decir que el dinero en otro caso destinado a las prostitutas convencionales va a parar a las varias economías domésticas del grupo) y no tienen, además, peligros desde el punto de vista infeccioso. Como los participantes son todos amigos, las reglas de la higiene se observan más cuidadosamente que cuando los varones frecuentan solos anónimos burdeles (y las enfermedades contagiosas son lo único que las mujeres han de temer realmente de las aventuras sexuales de sus hombres).

Es una ironía que los varones desprecien precisamente a las prostitutas convencionales, las cuales se cuentan entre las pocas mujeres capaces de reconocer honradamente que se ganan la vida alquilando una determinada abertura de su cuerpo. Prostituta, actriz, bailarina, modelo fotográfica, son profesiones no ejercidas por varones. Pero mientras que las actrices, las cantantes, las bailarinas y las modelos fotográficas trabajan con red, como los trapecistas menos arriesgados, la prostituta se lanza sin esa red que es la garantía del varón que soportará su caída cuando ya no quieran o no puedan sostenerse. Cuando la prostituta se agota, no hay nadie dispuesto, esperando ese momento, ni hay en nuestra sociedad varón alguno capaz de dejarse explotar por una ex-prostituta convencional igual que por una ex-modelo fotográfica.

Las mujeres mismas desprecian a las prostitutas convencionales, pero por otros motivos: las desprecian por su mayor estupidez. Para la escala de inteligencia de la mujer misma, una mujer que vende tan poco rentablemente su cuerpo es demasiado tonta. Las mujeres no admiran más que a las que consiguen precios usurarios y se casan, por ejemplo, con un Rothschild, un Aga Khan o un Rockefeller. Y la idea de que las prostitutas convencionales practican una «profesión sucia» o «deshonrosa» ha sido inventada por las mujeres para aterrar a los hombres y evitar que un día éstos puedan descubrir algún paralelismo.

Todas las mujeres aplican del mismo modo el principio básico del sexo en cuanto recompensa: se ofrecen al varón subrayando sus atractivos, le ponen rijoso y cuando él empieza a exhibir todas las gracias de su amaestramiento, se le entregan. Como ellas le excitan constantemente, el varón necesita no menos constantemente la recompensa. Sólo varones de potencia sexual menor se pueden permitir la libertad de vagabundear y renunciar a esa recompensa fija y regular a cambio de otras más esporádicas. El varón de libido muy acusada es por fuerza más dócil que los demás: ese «joven dinámico, con iniciativa y entusiasmo, enérgico e imaginativo» que tan apasionadamente buscan los patronos de todas las ramas de la vida económica no es más que un psicópata sexual en total dependencia, que se ha señalado objetivos particularmente caros en cuestión de mujeres. Pues ¿qué, sino la recompensa por una mujer, iba a llevar a un ser joven a lanzarse con todo entusiasmo al servicio de tal artículo de marca, mientras al otro lado de la ventana de su oficina gira todo un mundo de interesantes aventuras que le esperan? Su impulso sexual es tan intenso que renuncia al mundo entero para comprarse una mujer con ese dinero que es su duro botín. Es notable, sin embargo, que muy a menudo llame «aventura» a esa mujer: nunca será sustitución suficiente de lo que ha perdido. En su encuentro con una mujer todo procede según el riguroso sistema de la oferta y la demanda que obedece a reglas fijas y no suele tolerar sorpresas.

El antiguo dicho de que el destino de la mujer es su cuerpo es verdadero si por destino se entiende algo positivo. En sentido negativo, el dicho se podría hoy día aplicar mejor al varón, pues, mientras que la mujer obtiene siempre que puede beneficios de sus particularidades anatómicas, el varón es eternamente esclavo de las suyas. La erección del miembro masculino es cosa tan grotesca para una mujer que la primera vez que tiene noticia de ello le parece del todo imposible que exista una cosa así. Y cuando se entera de que ni siquiera hace falta la presencia de una mujer desnuda para producir ese fenómeno -tan sencillo como el reflejo rotuliano-, sino que basta con la contemplación de una película o de una fotografía, no puede salir de su asombro.

Posiblemente no hay en la historia ocurrencia más absurda que la ilusión freudiana sobre la envidia por el pene. El miembro masculino, incluido el escroto, le parece a la mujer una cosa completamente superflua en un cuerpo por lo demás tan espacioso como el del varón; es para ella una muestra de verdadero desorden (y no comprende cómo es que el pene no es retráctil, como la funcional antena del transistor portátil, y no se puede meter, después, del uso, en el cuerpo del varón); a ninguna chica se le ocurriría -ni siquiera en lo más profundo del subconsciente- envidiar a un niño por esta cuestión (la niña no puede sentirse pospuesta ya por la simple razón de que es preferida).

Freud ha sido una víctima de la doma por auto-humillación femenina a que le sometieron su madre primero, luego su mujer, y luego, probablemente, también su hija. Y así confundió causa y efecto: pues una mujer no piensa que el hombre valga más que ella: sólo lo dice. Más envidiable sería el poder de la mujer, pero ocurre que el hombre goza en su impotencia.

La libido femenina

La sexualidad femenina desconcierta al varón. Pues en la mujer es difícil comprobar la excitación sexual y el orgasmo, muy a diferencia de lo que ocurre con el varón. Por eso los varones se encuentran sustancialmente limitados en sus averiguaciones a las informaciones que las mujeres les facilitan voluntariamente. Y como la mujer no tiene el menor interés por resultados científicamente exactos, sino que sólo piensa en el beneficio inmediato, dirá siempre exactamente lo que le parezca oportuno en tal o cual situación. Por eso las numerosas investigaciones realizadas -por ejemplo, sobre la frigidez de la mujer, sobre su capacidad de gozar en el acto sexual, sobre si tiene un orgasmo comparable con el del varón- han llegado a resultados literalmente contrapuestos (digamos de paso que ni siquiera Masters amp; Johnson se enfrentaron con la mujer media). Por eso el varón oscila entre la suposición de que la mujer no tiene impulso sexual alguno y que en ella todo es comedia y el temor de que, en realidad, sea sexualmente mucho más potente que él (y no se lo diga por compasión). Intenta llegar a conclusiones seguras elaborando preguntas y cuestionarios nuevos cada vez y cada vez más sutiles, esperando con toda naturalidad que las mujeres los vayan cumplimentando concienzudamente por servir a la elevada causa. Pero esa expectativa es engañosa.

La verdad anda, presumiblemente, más o menos por en medio: las mujeres no tienen, en verdad, ninguna necesidad furiosa de satisfacción sexual (si la tuvieran, habría mucha más prostitución masculina); pero, por otra parte, tampoco les molesta el acto sexual, como muchos afirman.

La mujer existe en un plano animalesco: le gusta comer, le gusta beber, le gusta dormir, y también le gusta el sexo, siempre que no pierda por él nada mejor y que no le cueste demasiado cansancio. A diferencia del varón, no cargaría con esfuerzos y contratiempos por llevarse la pareja a la cama; pero si ya lo tiene en ella, no tiene en modo alguno inhibiciones o antipatía al acto sexual, siempre que el varón asuma el papel activo y que ella misma no estuviera preparando una de sus grandes acciones cosméticas o esperando un programa televisivo de su gusto. Pues la bonita calificación de «activo» para el papel masculino y de «pasivo» para el femenino no puede ocultar el hecho de que hasta en la cama -como en cualquier otra esfera de la vida- la mujer hace que el varón la sirva. El acto sexual, aunque procure placer al varón, no es, en última instancia, más que un servicio prestado a la mujer, y el mejor amante es el varón que procura gusto a la mujer del modo más hábil, inmediato y duradero.

Los hombres han sospechado -por lo menos- desde siempre que son ellos, propiamente, los objetos de abuso en el acto sexual; por eso han tenido siempre cierto miedo a la libido femenina. Ese miedo se encuentra en muchos ritos de las culturas antiguas, en las obras filosóficas de Schopenhauer y de Nietzsche, en las novelas de Balzac y Montherlant, en los dramas de Strindberg, Tennessee Williams y O’Neill. Pero el miedo ha alcanzado formas ya histéricas al inventarse el control de la natalidad mediante inhibidores de la ovulación -mediante la píldora por excelencia-. Han aparecido ya libros enteros acerca de si y hasta qué punto ha de temer sexualmente el varón a la mujer, y ramas enteras de la publicística viven de vender a los varones consejos para conseguir un papel superior en el trato sexual.

Pues con el invento de la inhibición farmacológica del embarazo el varón (que es, naturalmente, el que ha inventado la cosa) ha arrojado el único as que le quedaba: pese a toda su dependencia sexual; la mujer estaba en este punto a su merced. Pero ahora es ella superior incluso en esto: puede tener los hijos que quiera, cuando quiera y de quien quiera (o sea: del más rico), y puede practicar el acto sexual cuantas veces le parezca conveniente para ella, aunque no abrigue ninguna intención reproductora.

El varón no puede tanto. Siempre fingió que su potencia sexual era infinita y que sólo la inhibición de la mujer le impedía demostrarlo. Hoy no tiene más remedio que dar la cara, porque cualquier mujer se puede informar en cualquier semanario de lo que hay en materia de potencia sexual masculina. Ahora la mujer sabe perfectamente cuál es la potencia normal de un varón de una edad determinada, si es potente por la tarde o por la noche, antes o después de comer, si el aire de la montaña o el del mar le intensifica o le disminuye la potencia y cuántas veces seguidas puede o tiene que satisfacer a una mujer. Y como los varones no falsean nunca las estadísticas -el hombre que es un hombre de verdad no miente nunca, mentir es para él confesar debilidad-, la mujer se puede fiar enteramente de esos datos. Con las tablas en la mano (con la tabla que han compuesto para ella los varones), puede determinar exactamente la potencia de un varón determinado. Y no sólo determinarla, sino también compararla con la de cualquier otro, puesto que la comunicación sexual ya no tiene para ella ningún riesgo. Pero, contra lo que teme el varón en su angustia, la mujer no se va a dedicar a comparar potencias ni se va a decidir por el más potente. Como no es ninguna fiera sexual, según queda dicho, preferirá más bien (ceteris paribus) al menos potente, y le super-explotará con los conocimientos íntimos que tiene de él.

Pues en la esfera social el varón es, todavía más que en las otras, víctima del principio del rendimiento que se asimiló en su doma. El varón se pone calificaciones por así decirlo:

tres veces seguidas = sobresaliente;

dos veces seguidas = notable;

una sola vez = aprobado.

El fallo sexual es para el varón fallo total (hasta el punto de que, aunque sea un científico brillante, ya no volverá a ser feliz).

La mujer lo sabe y distingue en ello varias posibilidades de aprovecharse:

a) Puede fingir que no sabe que su hombre es de escasa potencia, y elogiarle por ella (éste es probablemente el método más utilizado).

b) Puede convencer al varón de que su escaso rendimiento sexual es un grave inconveniente, y de que tiene que considerarse muy afortunado por el hecho de que, a pesar de eso, ella no le abandone.

c) Puede amenazarle con ponerle públicamente en ridículo si no se esclaviza suficientemente a ella. Y como el varón se reconoce más gustosamente ladrón u homicida que impotente, se inclinará siempre y hará lo que ella le exija.

Lo potencia sexual masculina depende de factores psíquicos en mayor medida todavía que cualquier otra función somática: por eso una vez que tiene la primera inhibición, se sume progresivamente en dificultades cada vez mayores de su potencia. Entonces le exaspera el temor de no necesitar ya a la mujer, pues, a causa de la doma de que ha sido objeto, identifica esa dependencia con la virilidad. Hay que darse cuenta de lo absurda que es esta situación: el varón hace a partir de este momento todo la imaginable para conservar su dependencia de la mujer. Hace ya mucho tiempo que los afrodisíacos -antiguamente vendidos bajo mano y preparados por charlatanes- se han hecho fashionable y convertido en bestsellers de la industria farmacéutica. Hasta en revistas de alta cultura se acumulan los artículos sobre dificultades del coito, y los chistes «sólo para caballeros» -nacidos, como se sabe, del temor masculino a la castración- están en su más alta coyuntura, pese al poco chiste que suelen tener. Es seguro que el varón no se compra por gusto las numerosas revistas pornográficas que viven de él -pues el varón se divertiría mucho más en otros planos-, sino por la desesperada esperanza de que esos intensos estímulos le mantengan siempre en forma, a la altura de su mito de la virilidad.

Con todo eso sigue siendo víctima de su costumbre de aplicar sus propios criterios a la estimación de la mujer. Ahora cree que, como la mujer cuenta con un método anticonceptivo seguro, no va a tener más obsesión que la de recuperar todo lo perdido y dedicarse exclusivamente a lo que él mismo -por la eficacia de su doma- considera el más alto de todos los placeres, el sexo. Error evidente. El sexo es, desde luego, un placer para las mujeres, pero no el mayor. La satisfacción que produce a la mujer un orgasmo se encuentra en su escala de valores muy por debajo de la que le procura, por ejemplo, una cocktail-party o la compra de un par de botas acharoladas de color calabaza.

Es, pues, absurdo el temor que tienen los varones a ser superados sexualmente, o hasta físicamente debilitados, por la reciente libertad que la mujer ha ganado con los anticonceptivos. Una mujer no pondrá nunca al hombre que la alimenta tan fuera de combate que no pueda presentarse puntualmente a la mañana siguiente en su puesto de trabajo. ¿Cómo va a aceptar riesgos en este punto? La amada más fogosa limitará inmediatamente el comercio sexual con su hombre a una medida exenta de riesgos en cuanto que las agitadas noches inflijan a aquél el menor perjuicio en su carrera profesional. Se puede decir que las mujeres ninfómanas existen casi exclusivamente en el cine y en el teatro. El público tiene curiosidad de ellas precisamente porque son muy escasas en la vida (por la misma razón son tantas las películas y novelas que tratan de gentes riquísimas, cuya proporción en la población total es muy baja).

Las mujeres se interesan -cuando se interesan por la potencia masculina principalmente por razón de los hijos que quieren tener. La mujer necesita hijos -como veremos más adelante- para poder realizar sus planes. Es de presumir que muchas mujeres se alegrarían de que la potencia sexual de su marido se agotara tras haber engendrado dos o tres niños. Esto le evitaría una enorme cantidad de pequeñas complicaciones.

Que la importancia que da la mujer a la capacidad física del varón es escasa lo prueba, finalmente, el hecho de que los varones que ganan o tienen mucho dinero se pueden volver a casar y seguir casados con toda normalidad cuando ya son impotentes (en cambio, es casi imposible imaginarse que una mujer sin vagina tuviera posibilidad alguna de casarse con un hombre de predisposiciones normales).

La doma por bluff

El intenso impulso sexual del varón, su excelente inteligencia y su tendencia a un sistema que le descargue de sus responsabilidades (reconocidas por él precisamente a causa de su inteligencia) permiten a la mujer utilizar prácticamente instituciones que, en realidad, pertenecen al pasado, a saber, las iglesias, las sectas y otras comunidades religiosas de todas las tendencias, de los que la mujer abusa fríamente para domar a sus niños, y los ejércitos de cuyos empleados, los clérigos de todos los colores, le sirven luego, cuando ya sus niños han crecido, como una especie de policía auxiliar que vela porque se preserven siempre los intereses de la mujer. Favorece a la mujer en esto el que, como hemos visto, ella misma no es ni religiosa ni supersticiosa. Tampoco los varones creen, una vez crecidos, en las doctrinas de su iglesia (salvo que la doma en este sentido haya sido particularmente eficaz, como en el caso de los sacerdotes), pero si se les adoctrina suficientemente pronto es posible interiorizarles ciertos arquetipos, criterios del bien y del mal, que no arraigan en su entendimiento, sino en su subconsciente y que, por lo tanto, no se olvidan nunca. Esos criterios son siempre, esencialmente, criterios femeninos.

Todo sistema de creencias se funda en una doma, pues consta de cierto número de reglas o mandamientos y de un catálogo de castigos subsecuentes a la trasgresión de esas reglas (a los llamados «pecados»). Como es natural, esos castigos no se ejecutan nunca, pues la fe en una especie de superconsciencia es un sistema sin base real, y no hay nadie que pueda conocer ni castigar un pecado mantenido en secreto. En vista de que no es posible argumentar nada contra esa afirmación, se rodea al obstáculo diciendo que las desgracias tales como terremotos, o como la muerte de un amigo (o también, cuando las ciencias de la naturaleza estaban menos adelantadas, las epidemias, las malas cosechas y el rayo) son castigos de los pecados y que es posible evitarlos personalmente mediante la sumisión incondicional a las reglas o mediante la penitencia (que es una especie de lavado de cerebro). Como es natural, en la medida en que se le desarrolla la inteligencia el ser humano desmonta esa ficción y consigue verificar que no hay castigos. Pero, pese a ello, el temor al castigo (el sentimiento del pecado), que se le arraigó profundamente en los primeros años de la vida, hará evitar al ser humano adulto, dentro de lo posible, las acciones que en su infancia y juventud eran «malas». O, si las realiza, le provocarán el estado de conciencia sucia.

Uno de los pecados que se encuentran en casi todos los catálogos aludidos es el placer del acto sexual que no sirve a la reproducción. Y como los varones -provocados a ello por las mujeres- siempre tienen gana de actividad sexual y querrían satisfacer ese deseo lo más frecuentemente posible, sin pensar jamás en la reproducción (durante el orgasmo el varón experimenta numerosas alegrías, pero, desde luego, ninguna producida por la idea de que está engendrando un niño -en este momento el varón es más engañado que nunca-), los varones violan constantemente por lo menos una de las reglas de la fe de su infancia, y por eso arrastran siempre un sentimiento de pecado. Las mujeres, en cambio, que han condicionado su instinto y no suelen realizar el acto sexual más que con motivo preciso, no por el gusto (el motivo puede ser procurarse el pan, reproducirse o satisfacer al varón, caritativo, pues, en este último caso), no pecan por regla general en esa actividad; pero aunque lo hicieran por gusto quedarían exentas de remordimiento. A diferencia del varón, que siempre está haciendo propósito de enmienda y no consigue cumplirlo nunca, las mujeres no se encontrarían en deuda con su sistema ni siquiera en el caso de que creyeran en él. Por su tendencia a la auto-humillación, por su impulso sexual amputado y reprimido (y también por la naturalidad con que salen adelante sin trabajo productivo y hacen que otros trabajen para ellas), las mujeres se parecen: esos personajes, como Jesús y Gandhi, que enseñan a admirar a sus hombres. Se trata de modelos que los varones, con su obsesión instintiva, no podrán, desde luego, alcanzar nunca, y que les confirmarán en su sospecha de que todas las cualidades venerables son en última instancia femeninas.

Pero las mujeres no se interesan particularmente por el estímulo sexual del varón, ni son tampoco su policía. No era necesario que el tabú se refiriera al sexo. Habría podido ser tabú cualquier otra cosa. Las mujeres se decidieron por el sexo simplemente porque éste es la alegría mayor y más pura del varón, quizás su única alegría. Si el varón gozara lo mismo o más comiendo jamón o lomo o fumando tabaco, las mujeres vincularían, desde luego, el sentimiento masculino del pecado al tabaco o a la carne de cerdo. Lo que importa es que el varón viva en pecado -aterrorizado.Y que siga siendo tan manipulable como hasta ahora. Por eso el catálogo de reglas varía con la edad. Para los pequeños varones es pecado mentir, codiciar bienes ajenos o venerar insuficientemente al padre y a la madre. Para los varones crecidos es pecado fornicar y «desear la mujer de su prójimo». Pero ¿cómo van los jóvenes varones a identificar esos pecados, si por de pronto no conocen ni las reglas ni, el sistema en nombre del cual se han erigido? ¿Cómo van a creer en algo que no existe, o a avergonzarse de una alegría que no hace daño a nadie? Como lo que tiene que ver con la fe religiosa viola tan abiertamente la lógica, la doma se tiene que practicar a una edad en la que la víctima no pueda pensar lógicamente. De ser posible, se tiene que realizar en un lugar cuya absurda arquitectura corresponda al absurdo de lo que se indoctrina, con objeto de que este contenido presente un aspecto menos increíble. También es conveniente que los encargados de ese adoctrinamiento alógico tengan un aspecto diferente del de los demás seres humanos. La confusión y la intimidación de los niños serán más fáciles si se ocupan de esta educación varones vestidos de mujeres, por ejemplo, o que lleven cualquier otro disfraz. El respeto que los niños sienten ante esas apariciones no se perderá del todo para futuros encuentros.

Las mujeres se han preocupado desde el primer momento de que su lobby -el clero- conste exclusivamente de varones. En primer lugar, podría ser dañino para la imagen de la mujer el que ella misma defendiera sus intereses (podría dar la impresión de ser calculadora); y, en segundo lugar, las mujeres saben que los varones no aprecian demasiado su inteligencia y que, por lo tanto, no pueden influir en ellos más que por la vía del sentimiento. En cambio, el varón escuchará y tal vez seguirá los consejos que le imparta otro varón, particularmente si se trata del grupo de varones a los que desde niño se ha acostumbrado a considerar personas de respeto. El que los consejos del clero sean siempre beneficiosos para las mujeres (pues el clero aconseja, por ejemplo, no abandonar a la mujer a la que ya no se ama, o seguir ocupándose de los niños que el varón no ha deseado) no se debe, por ejemplo, a hostilidad de dicho lobby al varón «normal», sino que es una consecuencia directa de la dependencia económica en que se encuentra el clero respecto de las mujeres.

Las mujeres podrían vivir perfectamente sin iglesias (como queda dicho, no las necesitan más que para domar varones y niños, o como escenario adecuado para exhibir ciertos atuendos en determinadas ocasiones); en cambio, las iglesias se arruinarían rápidamente si no contaran con la subvención de las mujeres. Si se les ocurriera a las mujeres amaestrar a sus crías sin contar con ninguna iglesia, si dejaran de creer que la nave del templo es el marco más efectivo para un vestido blanco y si, para la ceremonia de la boda, consideraran suficiente intimidar al novio mediante los funcionarios del Registro Civil, las iglesias se vaciarían completamente en pocos años (en la Unión Soviética los llamados «Palacios matrimoniales» han sustituido con éxito a las iglesias como escenario nupcial). Entonces revelarían repentinamente las iglesias lo que son, restos de una antigua cultura, e inmediatamente se suspenderían todas las subvenciones públicas y privadas, procedentes, en última instancia, de los varones: pues, obviamente, como nadie lo hace en su lugar, son los varones mismos los que pagan a sus verdugos. Por eso la creencia en que las iglesias han probado tener cierto elemento mágico por el hecho de seguir dominando con sus milenarias doctrinas a tantos seres humanos no pasa de ser una mala interpretación de los hechos. No son las iglesias las que poseen ese elemento mágico, sino las mujeres. Las comunidades religiosas se han transformado hace mucho tiempo en instrumento de las mujeres, y se puede afirmar que no hacen más que lo que éstas les exigen. Entre las víctimas de ese proceso hay que contar, y no en último lugar, a los mismos representantes de las comunidades religiosas. Éstos son varones que deseaban, simplemente, tener una vida tranquila y sin luchas (desde luego que a costa de los varones viriles, exactamente igual que hacen las mujeres) y de repente se ven utilizados por las mujeres como una especie de mafia útil para aterrorizar a los niños, esclavizar a los varones y frenar el progreso. Los clérigos se ven obligados, so pena de boicot femenino, a exhibirse en ciertas solemnidades revestidos de grotescos disfraces feminoides, a cantar a gritos cantos ridículos y a contar ante auditorios a veces incluso inteligentes ciertos thrillers en contradicción con todas las concepciones teológicas modernas aprendidas en la universidad, y con los que quedan en infinito ridículo ante aquellos posibles auditorios inteligentes.

Pues la teología moderna, que ha renunciado por completo al principio del látigo y el terrón de azúcar, no sirve para aterrorizar a nadie, y es poco probable que se pueda utilizar para aumentar rendimientos. Lo que las mujeres necesitan es el viejo repertorio de cielos e infiernos, ángeles y diablos, paraísos y juicios finales. La muerte no es un instrumento útil para la doma más que si es la puerta de la bienaventuranza eterna o de la eterna maldición, una puerta en cuyo umbral se evalúa según los criterios de la mujer y de suspenso a sobresaliente el rendimiento en la tierra. Es mucho más compatible con el interés de las mujeres presentar la vida eterna como una realidad para conseguir la cual basta con ser un fiel esclavo que dejar que sus hombres investiguen de hecho sobre la inmortalidad biológica, la cual tiene el inconveniente de que aún habrá que esperarla durante unas cuantas generaciones.

Nada de todo eso afecta, desde luego, a las mujeres mismas. Van a sus iglesias siempre que hace falta, y dejan de ir, sin el menor remordimiento, cuando les resulta incómodo. Compran carísimos vestidos de gala (de novia, para bautizo, de luto, para la confirmación) con ocasión de las grandes ceremonias (que son simples intentos de intimidación, realizados, que conste, por las mujeres, no por los clérigos), y embuten a los hombres que las acompañan en los consagrados trajes oscuros. Fingen ser creyentes, supersticiosas o también agnósticas desesperadas, pero jamás meditan un momento sobre la fe y el dogma mismos. Las mujeres son por completo indiferentes a las preocupadas reflexiones de los varones acerca de si existen condiciones físicas que den apoyo a un truco cualquiera con ayuda del cual caminar sobre las aguas, o transformar agua en vino, concebir mágicamente un hijo «inmaculadamente». Las mujeres no tienen en ningún caso curiosidad objetiva, sino que se interesan exclusivamente por la utilidad de la cosa de que se trate. Cuando se encuentran con un varón de otra fe y que pone como condición de la boda el que ellas dejen la suya, las mujeres lo hacen sin vacilar.

La comercialización de la oración

Ya se ha dicho que la mayoría de los varones olvida la fe de su infancia. Lo que les queda de ella son modelos de comportamiento interiorizados por la doma, como el amor a la verdad, la alegría del trabajo, el placer de la ilibertad.

Desde el punto de vista moral, el derecho a mentir es uno de esos derechos humanos de los que todo el mundo debería disponer, pues la mentira sirve, por ejemplo, para defenderse de intentos de vigilancia social demasiado impertinentes, lo que repercute en una relajación de la lucha por la vida. Lo malo es que la mentira no tiene sentido más que si no miente a la vez todo el mundo. O sea: para que sea posible engañar a alguien, este alguien ha de amar la verdad, y suponer que también los demás la aman. Así, pues, la mentira es en cierto sentido un artículo de lujo: tiene valor si es escasa; y hay que mantener a toda costa ese valor de escasez -por el procedimiento de condenarla constantemente- si es que el mentiroso ha de obtener algún beneficio de su mentira. Por esta razón es tan importante para la mujer educar al varón en el amor a la verdad: sólo si el varón ama la verdad puede permitirse la mujer el lujo de la mentira.

Por lo demás, el amor del varón a la verdad es una condición necesaria de la supervivencia del presente orden social, en el que todos los trabajos importantes son obra masculina: sería imposible basar en la mentira ningún sistema funcionalmente sólido, esto es, lógico. En nuestro adelantado sistema social, con su división del trabajo, cada cual tiene que cooperar con los demás y fiarse plenamente de los datos que los demás le suministren. Si los varones mintieran -si dieran, por ejemplo, datos falsos sobre el horario de los trenes, las capacidades de los barcos mercantes o las reservas de combustible de los aviones, sólo porque ello les resultara útil en el momento concreto-, el resultado sería desastroso para todo el sistema económico: el caos. sería completo a los pocos minutos.

La mujer puede mentir con toda tranquilidad. Como no está inserta en el proceso del trabajo, su mentira no perjudica más que a individuos sueltos -generalmente a su hombre-, y, cuando (rara vez) la descubren, no dice haber mentido ni engañado, sino que se ha servido de la «astucia femenina». Mientras se limite a aplicar la «astucia femenina» (salvo si la cosa tiene que ver con una infidelidad sexual, único delito que no le perdonará el marido), nadie se escandalizará por su falsía. El varón (a causa de la doma por auto-humillación de la mujer) considera muy natural que una mujer, débil y dependiente como es, utilice la astucia para dirigirle a él mismo -coloso fuerte e instintivo, «animal desalmado»- por el buen camino. Nadie se asombre, pues, de que las experiencias afortunadas cosechadas en este terreno sean abiertamente discutidas entre las mujeres, y hasta se publiquen en sus boletines oficiales, las revistas femeninas. Las madres comunican esas experiencias a sus hijas, y éstas a las suyas.

Las mujeres consideran plenamente legítimo ese intercambio de experiencias, puesto que a menudo se ven obligadas a explotar varias de ellas a la vez al mismo varón (madre e hija crecida, por ejemplo) y su bienestar depende de la capacidad defensiva del marido y padre.

Como es natural, las mujeres no dicen explícitamente al varón adulto que no debe mentir. Se limitan a vincular sus mentiras con sentimientos desagradables. Lo hacen -como hemos dicho- por el rodeo de una fe que imponga ficticios castigos por mentir, o bien directamente, mediante una especie de magia personal. Cuando una mujer dice a su hijo «Mentir es malo, no debes engañar nunca a tu madre», el niño siente automáticamente remordimientos cada vez que dice una mentira. La mujer no necesita explicar ni fundamentar eso de que mentir es malo: el niño se lo cree sin más, está condicionado para ello y confía por su parte en que su madre no le engañará tampoco (confianza evidentemente absurda, pues las madres engañan a sus hijos constantemente).

Con esa misma magia convence más tarde la mujer a su hombre: «La infidelidad es una cosa miserable, no me tienes que ser infiel»; o bien, si se trata de una de esas mujeres consideradas «generosas»: «No es tan grave que me engañes alguna vez con otra; lo grave sería abandonarme». El varón cumple esa orden -pues de una orden se trata- sin poner en duda su justificación: engañará de vez en cuando a su generosa mujer, pero en pocos casos la abandonará (y eso que la «generosa» confesión de semejante desmedida indiferencia habría debido ser para él el pistoletazo de partida para salir corriendo).

Por regla general, el varón miente sólo en una precisa situación, a saber, cuando, a pesar de amar realmente a una mujer, la engaña con otra por causa de su intenso impulso sexual. En este caso llega a angustiarse tanto por las consecuencias posibles (por ejemplo, que la mujer a la que quiere pueda vengarse haciendo lo mismo) que acepta los sentimientos más desagradables a cambio de no confesarle lo ocurrido. En cambio, cuando se trata de cosas verdaderamente graves, como, por ejemplo, un accidente automovilísticc con víctimas causado por culpa suya, o la traición irreparable a un amigo o incluso una ausencia injustificada del trabajo, el varón reprime su miedo a las complicaciones y consecuencias y se aligera la conciencia con una confesión completa a su mujer.

En el caso de ésta la situación es exactamente inversa: lo oculta todo a su hombre, no sólo su posible interés por otro varón o el interés de éste por ella. Si otro, o incluso otros dos varones se interesan por ella, ese interés se tiene que comercializar en el acto. Así tendrá sentido. El varón al que se confiesa ha de entender que, llegado el caso, habrá otros que se ocupen de alimentarla. Este descubrimiento aumentará instantáneamente su propia productividad, y le pondrá de nuevo a la altura deseada.

En otro lugar de este libro se ha hablado del placer de la ilibertad. Es el placer que conduce a la religiosidad y a la oración. Pero hay una interesante modificación de las oraciones infantiles: las canciones ligeras de éxito. El Dios de la infancia se ve expeditivamente sustituido en ellas por la diosa Mujer, mucho más creíble (puesto que de ella depende, efectivamente, la felicidad del varón). Los contenidos -el ansia de sumisión, la petición de elevación, la impetración de gracia o simplemente la idealización- siguen siendo prácticamente los mismos. Lo mismo da que se cante «You’re driving me crazy» que «Befiehl du define Wege», «Fly me to the moon» que «So nimm denn meine Hánde». Muchas canciones ligeras modernas, por cierto, siguen cantando al viejo Dios, y sólo por formulaciones como «tú que lo haces crecer todo» se puede notar que no se está pensando directamente en las mujeres.

Las oraciones y los cantos religiosos (que son oraciones con música) ahuyentan el miedo a la vida, porque apelan siempre a una superconsciencia de cuya benevolencia depende todo: uno se puede abandonar, no necesita luchar por su propia felicidad, porque todo está en las manos del ser adorado. Cuanto mayor se hace el hombre, mayor es su angustia (de la que sabe ya que tiene fundamento) y por eso aumenta también su deseo de poder abandonarse al menos algunos momentos, poniéndose en manos de la omnipotencia de alguien. En otros tiempos los jóvenes intelectuales componían poemas de amor que, en función de oraciones, tenían sobre ellos un análogo efecto tranquilizador. Hoy día esta forma de culto es ya superflua, porque la oferta de canciones -los impulsos oscuros de los varones se comercializan siempre, como es natural, a costa suya- es cada año más abundante, y muchos textos, caso, por ejemplo, los de los Beatles, satisfacen las mayores exigencias de calidad.

Hay también, desde luego, canciones que rinden culto al varón: se trata de canciones convertidas en hits por una voz masculina y que luego cantan mujeres. Pero, por lo general, las mujeres no cantan al varón, sino al amor (lo cual repercute en última instancia en beneficio de ellas mismas, puesto que el varón las necesita para el amor). En algún momento han debido descubrir las mujeres que les sería posible entonar himnos a sí mismas sin escandalizar gran cosa. Y desde ese momento están alabando su propia divinidad, la imprevisibilidad, la crueldad o la autocracia con que se entregan a Fulano o a Mengano para destruirle o para salvarle.

«De la cabeza a los pies
vivo para el amor,
ese mi mundo es,
no sé nada mejor.
Es -¡qué le voy a hacer!
naturaleza mía
ninguna cosa haría
aparte de querer.
Como las mariposas
en torno de la llama
me rodean los hombres
y me llaman.
Si acaban por arder,
yo ¿qué le voy a hacer?»

Eso canta 1 Marlene Dietrich en El Ángel Azul. ¡Lo divinas que tienen que ser las mujeres si ellas mismas se sienten tanto! En la vida, las mujeres explotan a los varones de una forma más sutil que la que se exhibe en esa película: sobre todo, no los arruinan tan deprisa (porque nadie retuerce el pescuezo a una gallina que ponga huevos de oro), sino que lo hacen a lo largo de toda una vida; por eso los varones se reían del desgraciado personaje del catedrático de instituto de El Ángel Azul, en vez de reconocerse en él. Hoy día Nancy Sinatra canta, con cierta variación

«These boots are made for walking
and that’s what they’re going to do
one of these days these boots
will walk over you.» 2

Esa canción ha sido un hit, pues satisface a la vez la nostalgia de una Diosa cruel que sienten los varones y la pretensión de omnipotencia de las mujeres.

Autodoma

El ideal de un domador sería influir tanto en el animal que éste llegara a amaestrarse por sí mismo. Una cosa así no ha pasado hasta ahora en la historia del circo. Pero en el caso del varón las cosas son diferentes: a partir de un determinado estadio, el varón se amaestra a sí mismo (porque es mucho más inteligente que su domadora). Lo único imprescindible para ello es que tenga siempre a la vista el objetivo, la recompensa y el castigo.

Hemos conocido ya una variante de esa autodoma la idealización de la mujer por la industria de la canción ligera. Pero la posibilidad óptima de autodoma procede de la industria publicitaria: en la publicidad el varón no idealiza a la mujer porque ello le procure goce masoquista, sino porque esa idealización se le convierte en cuestión de vida o muerte económica. Sólo las explotadoras tienen tiempo y dinero suficientes para comprar la producción del varón y consumirla. Para dotar de capacidad adquisitiva a su propia mujer, instalada en la cómoda villa de las afueras, el varón no tiene más solución que producir legiones enteras de mujeres no menos compradictas que vivan también en las afueras y compren sus productos. El varón se mete así en un circulo infernal, en un torbellino que gira cada vez más deprisa hasta que él mismo se queda sin respiración, expira, y deja su lugar a otro. Lo que no hay es posibilidad de apearse del torbellino y echar a correr.

Los institutos de investigación del mercado se lanzan sobre todo a la caza de deseos femeninos inconscientes (los conscientes están satisfechos desde hace ya mucho tiempo) y venden caramente sus trofeos a la industria de bienes de consumo. Ésta se precipita entonces a colmar semejantes «lagunas del mercado» (¡como si fueran verdaderas lagunas!). También se procede a la inversa: unos varones producen por iniciativa propia un artículo nuevo previendo que, tras la correspondiente campaña publicitaria, las mujeres pueden aficionarse a él. Entonces encargan a una agencia publicitaria que provoque deseo de ese nuevo producto. No siempre tiene éxito ese procedimiento. Así, por ejemplo, en Europa no se ha conseguido vender en grande, como en Norteamérica, casas prefabricadas.

De cuando en cuando se propaga regularmente entre los varones una oleada de indignación por esa costosa provocación del consumismo femenino, pues el cliché de la mujer-víctima-de-la-explotación-masculina está tan arraigado en su consciencia que siguen siendo ciegos incluso ante una prueba tan fehaciente como ésta de que los explotados son ellos. Dicen los varones que la publicidad manipula a las mujeres y abusa vergonzosamente de su ingenuidad y su credulidad (quieren decir: su estupidez) para aumentar las ventas. Valdría la pena que los hombres que así hablan se preguntaran alguna vez quién es realmente el manipulado: ¿el ser cuyos secretos deseos se descubren, se miman y se satisfacen, o el que (por conservar o conquistar la benevolencia de aquél) tiene que descubrir, acariciar y satisfacer esos deseos? Siempre fue meta suprema del varón satisfacer los secretos deseos de la mujer amada, «adivinárselos antes de que los diga», como aún hoy lo dicen las novelas convencionales. Pues bien, ya está, ya no hay ningún deseo femenino que quede oculto, ni lo hay casi que no pueda ser satisfecho mediante el esfuerzo varonil correspondiente. Ni se nota ya casi que con eso las mujeres no pueden menos de ser cada día más tontas y los varones cada día más inteligentes, o sea, que la distancia se va ampliando y que la comprensión es cada vez más imposible. Es un principio biológico que la inteligencia no se desarrolla sino en competición. Pero la mujer queda fuera de toda competición, la superoferta de comfort la adormece y atrofia los últimos restos de sus predisposiciones intelectuales. Mientras que el varón, precisamente por la necesidad de comodidad de la mujer, tiene que descubrir constantemente nuevas fuentes de dinero y espolear sin reposo su talento inventivo para que dé de sí rendimientos crecientes, su mujer, rodeada de un lujo también creciente, se hace cada día más roma e indiferente. Y así el concepto de feminidad, que hasta ahora significaba simplemente capacidad de dar a luz y venalidad, se va convirtiendo en la marca garantizada de la capacidad vivípara, la venalidad y la debilidad mental.

Si Marx está en lo cierto, si realmente es verdad que el ser determina la consciencia -por ejemplo: que la píldora determina la moral sexual y que el equilibrio atómico determina las ideologías de la coexistencia-, entonces la consciencia de la mujer occidental, cuyas condiciones de vida han cambiado («mejorado») radicalmente durante los últimos veinte años, ha de encontrarse en un estadio de trasformación aguda. Y esta trasformación -que no puede desembocar sino en la estupidización completa de las mujeres- es particu larmente peligrosa porque nadie se da cuenta de ella. Pues la imagen de la mujer no es ya obra de la mujer misma, sino de la publicidad -o sea, del varón-, y en cuanto que alguien se pone a dudar del alto valor de la mujer, se le echan encima cien incendiarios spotts de las compañías de publicidad. La mujer es aguda, graciosa, inventiva, imaginativa, cordial, práctica y siempre hábil: eso dice la publicidad. Con la suave sonrisa de una diosa sirve a sus agradecidas crías la más reciente bebida preparada; los ojos de su marido la siguen con adoración por lo mucho que le gusta el plato preguisado que ella le acaba de volcar de la lata, o porque la toalla de baño que ella le alarga está todavía más suave que de costumbre, gracias al más nuevo de los detergentes. Esta imagen -necesaria para el varón que ha de vender sus bienes de consumo e inventada precisamente para ello- se repite sin cesar por todo el hemisferio oeste, a través de todos los medios de comunicación masiva, y se confirma día tras día. ¿A quién se le va a ocurrir, en esas condiciones, que las mujeres son tontas, sin imaginación e insensibles? A la mujer no se le puede ocurrir materialmente; y el hombre no puede permitirse esa ocurrencia.

La mujer es el cliente, y el varón es el vendedor. No se gana uno un cliente diciéndole: mira, esto es bueno, tienes que comprártelo. Se le dice: eres estupenda, ¿por qué te vas a rodear de cosas de poco valor? Te mereces este comfort, y además te corresponde. De modo que, aparte de todas las demás razones, el varón tiene que elogiar a la mujer porque la necesita como cliente. Salta a la vista que en esta relación el varón utiliza trucos parecidos a los que le aplicó la mujer durante la doma. Pero, desgraciadamente para él, lo hace de tal modo que los tiros le salen por la culata: la mujer alaba al varón para que éste trabaje para ella; el varón elogia a la mujer para que ésta se gaste el dinero ganado por él. Cuando adula a la mujer de su prójimo y consigue endilgarle una nueva alfombra para el cuarto de estar, no puede ignorar que al día siguiente ese prójimo administrará a su mujer una bañera con termostato. ¿Cómo, si no, va a pagar el prójimo la alfombra?

El hombre está preso en la trampa que él mismo ha construido: mientras que afuera la lucha por el dinero se hace cada vez más dura, en casa su mujer se le va cretinizando y las habitaciones se le llenan progresivamente de ficciones y cachivaches con las que él financia la cretinización de las mujeres de sus competidores comerciales. El varón, que en realidad gusta de lo sencillo y funcional, se ve envuelto en un matorral de barrocos adornos cada día más exuberante. En el cuarto de estar se le acumulan los cacharros de porcelana, los taburetes para el bar, las mesas de fibra de vidrio, los candelabros y los cojines de seda; en el dormitorio las paredes están tapizadas con estampados florales; hay en el aparador vasos y copas de doce clases, y cuando pretende dejar un momento la máquina de afeitar en el cuarto de baño, observa que todas las repisas y todos los estantes están ocupados por las mil crèmes y los utensilios cosméticos de su mujer, cuya pintura es ya artesanía de calidad.

Es notable que al mismo varón no se le pueden vender casi más que productos que de un modo u otro beneficien a la mujer: coches deportivos (para atraer a las mujeres), artículos de lujo para la mujer u objetos domésticos (que también son para la mujer, porque el varón no tiene casa: es una nómada de ida y vuelta entre una oficina y una villa). Las mujeres comprarían gustosamente cosas para sus maridos con el dinero de éstos, y lo hacen cuando se les presenta la ocasión (les regalan corbatas, camisas de colorines para las vacaciones, ceniceros. El problema es que los varones necesitan muy pocas cosas: sus ropas están normadas y son, por lo tanto, baratas; su consumo de comidas y bebidas se limita ya en interés de su capacidad de trabajo, y no tienen tiempo para consumir otros bienes, como no sean los cigarrillos que se fuman durante el trabajo. Hasta el momento han sido relativamente inútiles todos los esfuerzos de la industria por inducir a los varones a consumir perfumes, sprays para el pelo o ropa de colores vivos (lo que implica sometida a las rápidas oscilaciones de la moda). Los únicos que se visten según la moda que se intenta imponer en cada período son los muy jóvenes (cuya productividad laboral es todavía insuficiente para las mujeres), los ricos («amados» ya por sí mismos), los artistas (porque son los bufones de las mujeres), y los pederastas. Así, por ejemplo, los intensos esfuerzos de los hombres de la publicidad no han conseguido convertir el «Día del Padre» en el espléndido negocio que es anualmente para todas las ramas del comercio el «Día de la Madre». El día del año oficialmente destinado a honrarles, los padres se dan, en el mejor de los casos, una vuelta hasta cualquier bar y se beben en paz una cerveza.

Aparte de comer, beber y fumar, no hay más que una actividad que haga consumir constantemente al varón: la satisfacción de su impulso sexual. Por eso no sorprende el que enteras ramas de la economía se hayan especializado ya en explotar ese instinto, o sea, en excitar al varón y multiplicar su afición sexual, ya en sí misma considerable. Claro que luego tiene que calmar la excitación con una mujer, a precios corrientes.

Como también estas empresas comerciales están principalmente dirigidas por varones -casi era superfluo decirlo-, eso significa que, para subsistir, el varón se encuentra en la penosa situación de tener que excitar sexualmente a los demás varones. Incrementa su afición a las mujeres con todos los medios que de un modo u otro pueden ser útiles para ello; y procede tan radicalmente como A. Pavlov en su célebre condicionamiento de perros. Del mismo modo que Pavlov no estaba limitado a la presentación de un alimento para provocar la secreción de saliva del perro condicionado, sino que le bastaba una determinada señal sonora para provocarla, así también el varón puede condicionar la erección de su prójimo no sólo a la presencia de una mujer, sino ya a la foto de un pecho femenino semidesnudo, al sonido de un suspiro registrado en un disco, o al sentido de una determinada frase impresa en un libro. Y así produce estos excitantes en serie y los pone a disposición de los demás varones a cambio de un poco de dinero. Este mecanismo no beneficia, naturalmente, sólo a la industria de productos eróticos, sino también a todas las demás ramas de la producción que tienen que vender al varón cosas para la mujer: es, en efecto, más fácil venderle productos de consumo femenino mediante la contemplación de un torso de mujer atractivo. El varón se compra un determinado libro, va a ver una película determinada o lee cierta revista porque espera que eso le cosquillee la sexualidad; de paso, la publicidad contenida en esos objetos le suscita el deseo de una vuelta al mundo con pareja, de una casa en la montaña, para pasar los fines de semana, o de otro coche deportivo.

La revista norteamericana Playboy es una de las mejores muestras de esta variante de autodoma masculina: en Playboy encuentra el varón, entre espléndidos pechos que le desencadenan la libido y excelentes ensayos teóricos que le entretienen (y le permiten recuperarse de su anterior erección antes de llegar a la nueva página de pechos femeninos), una variada oferta de coches caros, bebidas espirituosas fuera de todo presupuesto, vestimenta superflua y tabaco en diferentes presentaciones. Una revista así les parece a las mujeres una pesadilla fantasmal, pero el culto a las mamas parece haberse convertido entre los varones en algo tan autónomo que han llegado a ser incapaces de percibir lo grotesco de su situación. La industria que explota su sexualidad les sugiere tan hábilmente que los pechos de las mujeres están destinados al placer de los hombres, que éstos han olvidado cuál es, en realidad, la función de las mamas. El éxito completo de esa ilusión se facilita por el hecho de que, desde la invención de la leche maternizada integral, los varones ven muy pocas veces a lactantes mamando de su madre.

La utilización de los hijos como rehenes

El que los niños sean sumamente dignos de amor no justifica, ni de lejos, traerlos a este mundo. Porque el que hace niños hace adultos, o sea, varones y mujeres. Ahora bien: la mayoría de los varones adultos vive en el infierno, y, en cuanto a la felicidad de las mujeres, es una felicidad tan primitiva y grava tanto a otros que tampoco puede haber motivo suficiente para hacer mujeres.

Sería falso decir que sólo las mujeres estén interesadas en la producción de niños: también los varones desean hijos, pues los hijos son uno de los dos o tres pretextos con los que pueden justificar ante otros su sumisión a la mujer. La mujer, por su parte, justifica con ellos su pereza, su estupidez y su irresponsabilidad. Cada cual abusa del niño para sus propios fines.

Aunque el mundo está lleno de huérfanos semi-hambrientos, cada matrimonio se procura su propia descendencia. Pues el hombre necesita una justificación para seguir esclavizado a una determinada mujer (la madre de sus hijos), y no a cualquier otra, cuando ya su deseo sexual ha ido mitigándose. Puesto que la mujer es para él, ante todo, la excusa de su sumisión, no puede utilizar más que una a la vez (en toda sociedad industrial el hombre es tendencialmente monoteísta, o sea, monógamo); una pluralidad de dioses (de mujeres) le pondría inseguro, le dificultaría la autoidentificación y le remitiría a aquella libertad de la que siempre está huyendo.

Esos motivos no cuentan para la mujer. Ella no piensa abstractamente y, por lo tanto, no tiene, según hemos visto, ni angustia existencial, ni necesidad de ningún dios que dé a su mundo un sentido superior. La mujer no necesita más que una justificación de que sea tal varón determinado (que ya hace mucho tiempo que no duerme demasiado a gusto con ella) el que trabaje a su servicio: para ello necesita hijos de ese varón precisamente. Suponiendo que hubiera en nuestro planeta un excedente de varones y que por cada mujer vivieran, por ejemplo, tres hombres coetáneos de ella, la mujer no tendría, desde luego, el menor inconveniente en tener un hijo de cada uno de los tres y hacer que cada varón trabajara para el hijo correspondiente (o sea, los tres para ella). Podría manipular cada uno de esos varones contra los otros dos y aumentaría así enormemente sus rendimientos, y, con ellos, su propio comfort. Contra lo que se suele creer, la mujer está mucho más predestinada a la poliandria que el varón a la poliginia.

El varón que engendra hijos con una mujer le entrega unos rehenes y espera que ella le coaccione durante toda la vida con esas prendas en la mano. Sólo así puede conseguir sostén en su absurda existencia y justificación de la esclavitud sin sentido en la que le amaestraron.

Cuando trabaja por su mujer y por su hijo, el varón no trabaja sólo para dos seres humanos uno de los cuales no quiere hacer nada porque es femenino y el otro no puede hacer nada porque es demasiado pequeño todavía. Trabaja por algo que es más que esa mujer y que ese niño: trabaja por un sistema que abarca todo lo pobre, desasistido y necesitado de protección que hay en este mundo (lo Pobre, lo Desasistido y lo Necesitado de protección en sí) y que según él cree- necesita su ayuda. Con la mujer y el niño se construye la coartada por su esclavitud, una justificación artificial de su sórdida existencia; y llama «familia» a ese sistema, a ese grupo sagrado que él mismo ha montado arbitrariamente. La mujer acepta con gusto, en nombre de la «familia», los servicios del varón: empieza por aceptar los rehenes que él le confía y hace con ellos lo que él desea (encadenarle cada vez más firmemente a ella y explotarle hasta la muerte).

Y ella se embolsa los beneficios.

Así, pues, tanto la mujer cuanto el hombre obtienen ventajas de sus hijos (si no las obtuvieran, no los engendrarían). El varón obtiene la ventaja de que con ellos puede dar retrospectivamente un sentido elevado a su vida y justificar su esclavitud perpetua; y la mujer obtiene todas las demás ventajas. Éstas tienen que ser enormes, pues cada mujer puede elegir entre tener una vida profesional o tener hijos, y casi todas eligen los hijos.

Se podría objetar en este punto que las mujeres se deciden por los niños y no por la profesión porque les gustan los niños. A lo que se replicará que una mujer no es capaz de un sentimiento tan grande como sería el puro amor a los niños. La prueba es que casi ninguna mujer se ocupa de los niños de los demás, sino sólo de los suyos. Una mujer no adopta un hijo de otra más que cuando, por razones médicas, no puede tener los propios (e incluso en ese caso agota antes todas las posibilidades de tenerlos, incluida la fecundación artificial con semen de un extraño). Aunque los orfanatos de todo el mundo están llenos de deliciosos niños necesitados de ayuda, y aunque la televisión y los periódicos publican casi diariamente las cifras de los pequeños indios, los africanitos y los sudamericanitos muertos de hambre, las mujeres -que fingen amor a los niños- prefieren meter en casa un perro o un gato que un huerfanito abandonado. Y aunque en cualquier buena revista se puede uno informar de la alta cuota de anormales engendrados cada año (el 1,66 por ciento de todos los niños que nacen se compone de hidrocéfalos, seres carentes de miembros, ciegos, sordomudos, cretinos, etc.), las mujeres, como si les obligara a ello un hechizo perverso, siguen trayéndolos al mundo imperturbablemente. Cuando una de ellas da a luz un monstruo así, no se siente en modo alguno desenmascarada en su egoísmo, ni menos responsable: nuestra sociedad la va a venerar como mártir por haber dado a luz un monstruo. Se habla con el mayor respeto de la mujer que trae al mundo un oligofrénico, y si no tiene todavía ningún hijo sano le engendrarán en seguida un niño «normal», como el de las demás mujeres, con objeto de demostrar la salubridad de ella (con eso obliga al niño sano a pasarse toda la infancia, y acaso toda la vida, en compañía de un cretino).

Es difícil revelar que las mujeres no quieren a los niños y no hacen más que abusar de ellos para sus fines; pues el embarazo, el parto y el cuidado de los niños pequeños implican, ciertamente, algunas incomodidades. Pero esas incomodidades son muy poca cosa al lado de lo que compran con ellas, a saber, seguridad de por vida, comfort e irresponsabilidad. ¿Qué incomodidades tendría que aceptar un varón para conseguir algo parecido?

Hasta los varones se han enterado ya de que el embarazo no es tan desagradable como parece. Algunas mujeres se encuentran particularmente bien durante ese período, y recientemente se está poniendo de moda el reconocerlo. Las mujeres no tienen que preocuparse mucho de que el embarazo las ponga feas y desagradables, les infle el cuerpo, les hinche la cara, les manche el cutis, les seque el cabello y les cargue las piernas. Durante ese período no andan a la caza de ningún varón, porque ya tienen uno, y si éste tiene que asistir a la trasformación de su mariposa en oruga, la culpa es suya. Lo que ella está esperando es el hijo de él, él es el que la ha deformado. ¿Qué derecho tiene él a encontrarla pesada y repelente? (Además, con eso ella le está «regalando su juventud».)

Aún circulan sobre el parto consejos tan terroríficos que el varón no puede darse cuenta de que la mujer tiene hijos en beneficio propio, no en el de su hombre. «Le dio un hijo»: esa fórmula, antes tan común en las novelas, va quedando, sin duda, desusada en literatura, pero sigue bien arraigada en la consciencia de los varones, lo suficiente como para que el nacimiento de su descendencia le produzca exclusivamente sentimientos de culpabilidad (¡pero respecto de la mujer, no respecto del recién nacido!).

Imagine el varón que a cambio de pasar seis horas en manos del dentista se asegurara una modesta renta vitalicia. ¿No aceptaría el trato? Cierto que. a veces hay partos más difíciles que eso (aunque bastante indoloros, gracias a la narcosis), pero, en general, el parto no es para una mujer peor que una sesión larga de dentista. Las mujeres cuentan a sus hombres desvergonzadas exageraciones sobre el parto. Los salvajes gritos que frecuentemente llegan de la sala de partos hasta el pasillo de la clínica se explican principalmente por la falta de orgullo y de autodominio de la mujer (cosas ya detalladamente tratadas en su momento). Desde hace años se prodiga el parto sin dolor, el parto en el cual, tras una preparación gimnástica y de training autógeno, la mujer da a luz sin anestesia y sin lamentos. Por lo tanto, ha llegado el momento de que las mujeres se pongan de acuerdo acerca de si duele o no duele parir un hijo. Porque si se sigue como hasta ahora, las unas diciendo una cosa y las otras otra, se van a desacreditar y van a causar perjuicio a la causa común. La mujer tiene, naturalmente, algunos motivos para dar a luz que no son la consecución del aura de indefensión que le permitirá vivir mediante un trabajo ligero y sin jefes. Así, por ejemplo, un buen día descubre que su cuerpo funciona como un autómata en el que basta meter una cosilla de nada para que suelte un estupendo obsequio-sorpresa. Es natural que le tiente el probar una vez ese juego maravilloso. Y cuando ha jugado y ganado una vez, le apetece seguir jugando (es una maravilla, siempre toca premio, justo a los nueve meses). La mujer enloquece de entusiasmo por sí misma, al ver lo maravillosa que es. Cierto: poner en marcha el aparato automático es tan legítimo como partirle la cabeza a un prójimo, el cual cae al suelo automáticamente: pues ambas cosas son igualmente posibles desde el punto de vista biológico. Si el juego con su autómata no acabara por cansar un poco, la mujer sería insaciable en este respecto. Pero el cansancio físico le obliga a ponerse un límite: ese límite se traza en el punto en el cual un hijo más no haría sino aumentar el trabajo doméstico sin incrementar la seguridad y el comfort de la mujer.

El límite en cuestión se puede determinar, por lo común, muy fácilmente, y está principalmente condicionado por el estadio de automatización de la casa en los países muy industrializados la mujer quiere por término medio dos o tres hijos. Entre las norteamericanas, que tienen un hogar completamente automatizado, el óptimo se encuentra cerca de los tres hijos: entre las europeas occidentales (que aún carecen de algunos aparatos domésticos), el óptimo roza los dos hijos. Pocos son los casos en que la mujer desea un solo hijo, y tener más de tres parece casi asocial, por el exceso de ruido y el mal olor de los pañales. El hijo único no aporta a los padres ventaja alguna, sino sólo inconvenientes. Una mujer que no tiene más que un hijo no parece nunca tan indefensa y tan encadenada al hogar como necesita parecerlo. Además: ese hijo podría sufrir algún accidente -y acaso cuando la mujer ya no fuera fecunda-, con lo que ésta no tendría pretexto para vivir más cómodamente que su marido, ni él pretexto alguno para seguir trabajando para ella. Por otra parte, el hijo único no tendría en casa compañeros de juego: la madre misma tendría que jugar con él, y si hay algo que verdaderamente odian las mujeres es jugar con sus hijos. Mientras que los niños se interesan por todo, preguntan por todo, la mujer no se interesa en principio por nada (salvo las diversiones cretinas que le procuran el trabajo doméstico y su propio cuerpo). Por eso es tan difícil para la mujer entrar en el curioso mundo de los niños, incluso cuando se dispone a ello con buena voluntad.

La mujer dispone de un repertorio de frases falsamente pueriles para entretener a sus hijos («Pito, pito, gorgorito…»), pero en cuanto que tienen más de dos años y empiezan a pensar, se le acaba el repertorio. El consagrado cliché de la comunidad de intereses del padre y el hijo (el papá no es capaz de separarse del trencito eléctrico de su hijo) no cubre la relación entre madre e hijo, ni siquiera la relación entre madre e hija. Cuando, a pesar de todo, la mujer se vence a sí misma y juega media hora diaria con su hijo («…más de media hora sería malo para su desarrollo intelectual»), lo vocea cumplidamente como una hazaña (y lleva razón, porque semejante dominio de sí misma es para la mujer una hazaña verdadera).

Hacen falta dos o tres hijos para garantizar la seguridad material: con ellos la mujer aparece ya indefensa e imposibilitada de ganarse la vida; al mismo tiempo disminuye el riesgo de encontrarse en su vejez sin hijos (o sin nietos), sin nadie que pueda rendirle homenaje por su maternal providencia. Por otra parte, los dos o tres hijos pueden jugar solos, mientras la mujer se entrega a sus placeres «superiores», como coser o cocer tortas. La providencia maternal consiste en este caso en encerrar a los niños, todos juntos, en una habitación y no volver a entrar en ella hasta que uno de los niños se hace el daño suficiente como para llorar muy rabiosamente.

A todo eso hay que añadir que la educación y doma de dos y más hijos es más fácil que la del hijo único. Es muy complicado conquistar la obediencia del hijo único: hay que inventarse métodos sutiles para atontarle («convencerle», «hacerle comprender»), o bien hay que recurrir a pegarle (cosa molesta para la mujer, que confía la tarea al marido). En cambio, cuando se tiene varios hijos es posible domarlos mediante el chantaje alternativo. Como todos ellos necesitan la aprobación de su madre, le basta a ésta con favorecer ligeramente a uno de ellos para que los demás hagan inmediatamente lo que les mande. Todo niño vive sumido en el temor de que su madre deje de «quererle» y dedique su amor a otro; ese temor no suele promover el amor entre hermanos (que no interesa en absoluto a la mujer), pero, en cambio, promueve la competición y, por lo tanto, el rendimiento. Más tarde, cuando esos niños sean adultos, seguirán queriendo en el fondo superarse unos a otros y destacar ante su madre. Los hijos satisfarán su ambición en la profesión, y las hijas se superarán unas a otras en la acumulación de riquezas. De vez en cuando volverán a casa de su madre (que considera esas visitas como manifestaciones de simpatía y llama «espíritu familiar» al interés que une a los hermanos), con objeto de subrayar sus logros más recientes.

Pero todas esas ventajas son propias del caso de dos o tres hijos. La mujer que tiene más de tres hijos (lo cual suele ocurrir hoy día por algún descuido, o por vinculaciones religiosas del varón) ha de prever, realmente, bastante trabajo durante algunos años, aunque sea con una distribución libre del trabajo, sin responsabilidad por la alimentación (por lo demás, la mayoría de las mujeres no siente responsabilidad alguna por sus hijos) y sin jefes. Pero ese aumento de actividad se termina cuando el hijo menor llega a la edad en que le aceptan en las escuelas maternales o en los parvularios, y le facilita una pequeña ventaja más: puede estar segura de que su hombre no la plantará mientras los hijos no sean adultos. Pues el varón que abandona a una mujer con la que ha tenido cuatro o más hijos es prácticamente para nuestra sociedad un criminal, aunque la abandone porque ya no puede ni soportar su vista.

Sea de ello lo que fuere: una vez que los niños han llegado a la edad escolar o pre-escolar, incluso la mujer más prolífica ha terminado la parte mayor del trabajo de toda su vida. Ya vuelve a tener tiempo suficiente -y a menudo dinero bastante- para gozar algo de la vida. Se va al peluquero, dispone flores en jarrones, barniza los muebles según los consejos de las revistas femeninas y se cuida su precioso cuerpo. En la mayoría de los países occidentales el niño está en la escuela durante casi todo el día, y en los pocos países en los que todavía no es así, los hombres están ya dispuestos, con su habitual ímpetu, a implantar esa escuela de día entero. Sus investigaciones les han permitido averiguar que los niños pueden desarrollar mejor sus facultades espirituales y, por lo tanto, dar luego más rendimiento si no están sometidos durante media jornada a la influencia de sus madres. La aplicación práctica de ese descubrimiento, que en absoluto humilla a la mujer (pues ella no conoce el viril «sentimiento del honor» y, por lo tanto, es imposible herirla por esa vía), favorece, pues, doblemente los intereses de las mujeres.

Los vicios femeninos

El mundo de la mayoría de las mujeres ha alcanzado el orden integral, es el Cosmos propiamente dicho, cuando en los cajones correspondientes descansa una pila de sábanas planchadas, el asado se va dorando uniformemente por los cuatro lados, el mechón cae por la sien del modo deseado, el rosa del esmalte de uñas armoniza como es debido con el del charipé, ropa interior blanquísima ondea al viento suave, diez pares de zapatos recién embetunados y cepillados esperan puestos en fila, los vidrios de las ventanas están tan limpios que deslumbran a los transeúntes, el marido sale para el trabajo a la hora exacta y los niños juegan tranquilamente al sol en el jardín de delante. En un momento así las mujeres se encuentran en la cima de su capacidad de gozar, y su sentimiento de felicidad es definitivamente insuperable. Para mantenerse en ese elevado estado de ánimo meten rápidamente un bollo en el horno, riegan la planta de interior del ventanal del living y se ponen a hacer un jersey para el pequeñín. Pues los que no trabajan tienen goces diferentes de los placeres de quienes trabajan. Una mujer no se tumba en el sofá con un periódico en las manos: su ocio es radicalmente distinto de lo que los varones entienden por ocio (razón por la cual la mujer parece sumamente trabajadora): la mujer no quiere trabajar no porque quiera estar cómoda para descansar y recuperarse -¿de qué iba a recuperarse?-, sino porque busca apasionadamente sus placeres y necesita tiempo para ellos. Esos placeres son: hacer tortas y bollos, planchar, coser, limpiar los cristales, ponerse bigudíes, pintarse las uñas y, a veces -cuando son mujeres muy progresadas, a las que nos referiremos más adelante- escribir a máquina y taquigráficamente. Para que nadie se dé cuenta de ello, llaman «trabajo doméstico» a sus diversiones caseras. Cuidan su cuerpo por el placer de su compañero, y llaman «excitante actividad intelectual» a los infantiles placeres que disfrutan en las antesalas de los varones de profesiones varias, placeres que consisten en sentarse completamente disfrazadas ante un escritorio y trasponer a un medio óptimo los pensamientos va completamente formulados por aquellos varones. De este modo disfrutan con toda su banda en una fiesta permanente. y viven en un mundo de libertad, irresponsabilidad y felicidad racional que un varón no se atreve ni a soñar para sí, sino que a lo sumo presume existente entre los hippies o los hombres de las islas del Pacífico, pero no, desde luego, en su propio ambiente.

Nada habría que objetar a esas inocentes orgías de las mujeres, si los varones supieran que son efectivamente una fiesta cotidiana, si los varones no se amargaran la vida entera pensando que sus mujeres lo pasan mucho peor que ellos. Los varones no pueden llegar a descubrir por sí mismos que todas aquellas cosas son los placeres de sus mujeres. Para comprender eso tendrían que darse cuenta previamente de lo abismalmente estúpidas que son las mujeres: tan estúpidas que no se pueden divertir más que en el plano más bajo y de un modo eternamente femenino; un grado tal de estupidez está fuera de la capacidad imaginativa del varón.

Ni siquiera los psicólogos, pese a ocuparse constantemente de la inteligencia femenina (como varones que son, se interesan más por las mujeres que por ellos mismos), han pensado hasta hoy que la psique «femenina» les resulta tan peculiar tal vez porque las mujeres son muy cretinas, y que las actividades «femeninas» les parecen tan desagradables sólo porque aún no comprenden la estupidez que es necesaria para gozar de ellas. Cuando estos especialistas comprueban, por ejemplo, que las muchachas no suelen tener éxito en la enseñanza más que en las asignaturas en las que no hace falta pensar -como las lenguas, que se pueden aprender de memoria (una buena memoria puede también, como es sabido, ser síntoma de oligofrenia), o como las matemáticas, en las que todo procede según reglas rigurosas que también se pueden aprender de memoria-, mientras que suelen fracasar en otras materias como la física, la química y la biología, no infieren de ello que esas muchachas tienen poca inteligencia, sino que se ponen a hablar de una inteligencia «típicamente femenina». Estos psicólogos no van a entender nunca que ese tipo de «inteligencia» es un tipo de cretinismo adquirido (no innato), debido a que la mujer expresa, por término medio, su última idea propia a los cinco años, y luego, bajo la dirección de una madre ya completamente cretinizada, se esfuerza por frenar toda forma de desarrollo de su inteligencia.

Tampoco los demás varones son capaces de confesarse la estupidez ilimitada de sus compañeras. Admiten que no son muy listas, pero añaden que, a cambio de ello, tienen instinto, un instinto al que llaman femenino para diferenciarlo del de las bestias. Pero, desgraciadamente, ese celebrado instinto femenino es en realidad una manera de sublimar la probabilidad estadística: como las mujeres se meten en todo y dicen en todo momento sus opiniones (porque, al ser tontas, no se dan cuenta de cómo se ponen en ridículo), algunos de sus pronósticos tienen por fuerza que confirmarse. Por lo demás, la mayoría de esos pronósticos son negativos y de formulación imprecisa: «Esto acabará en una catástrofe», dicen las mujeres, «así que yo no me metería en eso»; o bien: «tus supuestos amigos no te van a dar más que decepciones.» Todo el mundo puede atreverse a emitir profecías así. A veces, de todos modos, las mujeres ven, en efecto, más claramente que los varones. Ello se debe a que, a diferencia de éstos, las mujeres pueden juzgar sin sentimiento.

Pero la estupidez de las mujeres no es más que una consecuencia naturalísima de toda su actitud ante la vida. ¿Qué iba a hacer con la inteligencia -y con los conocimientos que ésta le suministrara- un ser que ya siendo niña ha decidido que vivirá el resto de su vida a costa de un varón (pues todas las niñas de cinco años se proponen casarse, tener una casa y tener hijos, y eso mismo se siguen proponiendo las chicas de diez, de quince y de veinte años)? La mujer tiene que prepararse para aceptar totalmente las inclinaciones y los intereses del hombre que la alimenta (hasta tendrá que elogiarle aquellas inclinaciones y esos intereses), sin saber por de pronto qué inclinaciones y qué intereses serán ésos. ¿Para qué le serviría, por ejemplo, comprometerse prematuramente como socialista (las estudiantes que van a manifestaciones tienen siempre relaciones con un manifestante), si luego a lo mejor puede casarse con un rico fabricante? ¿Y qué pasaría si, por su mero gusto, se hiciera vegetariana y luego tuviera que marcharse a Australia con su marido ganadero? ¿Y cómo va a proclamar el ateísmo, si a lo mejor se va a pasar la vida en la casita cubierta de rosales de un pastor de la Iglesia Evangélica?

¿De qué le habría servido a Jacqueline Bouvier hacerse en su juventud con conceptos ideológicos? Si el resultado hubiera sido simpatía por la democracia, habría podido favorecerle, sin duda, en su primer matrimonio, pero sólo en el primero (que fue con John Fitzgerald Kennedy, como es sabido); y si el resultado hubiera sido una ideología fascista, no habría podido serle útil hasta sus segundas nupcias. Por lo demás, como Jacqueline Bouvier es, sin duda alguna, una de las mujeres más «femeninas» que existen, es de suponer que no dé ningún valor al respeto masculino lo único que en el fondo le importa es gustar e impresionar a las mujeres.

Lo mejor es, pues, que una mujer de buena sociedad no aprenda en su juventud más que un poco de arte, otro poco de etiqueta y otro poco de lenguas. Si algún día se ve realmente ante el problema de tener que desempeñar un papel en la vida pública -por casarse con un hombre que tenga una función así-, le bastará con asegurar que una mujer «de verdad» no tiene que vivir más que para su marido y para sus hijos; el mundo entero estimará que su declaración es muestra de gran modestia y la aplaudirá por ella.

La estupidez de las mujeres es tan omnímoda que empapa, por así decirlo, todo lo que toca. No llama la atención porque desde el primer momento de su vida todo ser humano se ha visto entregado a esa estulticia y se ha acostumbrado inadvertidamente a ella. Por eso, hasta el momento, los varones la han ignorado o la han tomado por una cualidad típicamente femenina que no hace daño a nadie. Pero con el aumento de tiempo libre y de dinero, ha aumentado también la necesidad de entretenimientos de la mujer, lo que significa que su cretinismo se extiende cada vez más por la vida pública. Lo reflejan ya todas las ánforas decorativas, todos los cuadros de dormitorio, todas las cortinas de terciopelo, todas las cocktail-parties y todos los sermo nes dominicales; pero, además, va reclamando cada vez más sitio en los medios de comunicación llamados masivos. Empiezan a predominar las emisiones para la mujer en la radio y en la televisión, cada vez se alargan más, incluso en periódicos respetables, las columnas de ecos de sociedad, sucesos, moda, horóscopos y recetas culinarias; y los órganos periodísticos especializados en temas femeninos invaden el mercado en número creciente y volumen desbordante. Poco a poco se difunde esta epidemia de cretinismo no sólo por la esfera privada de los varones, sino también por toda la vida pública.

Hay, por ejemplo, publicaciones sobre política, filosofía, ciencias de la naturaleza, economía, psicología, y otras sobre vestidos, cosmética, cultura doméstica, cotilleo, cocina, crímenes e historias de amor. Las primeras no las leen casi más que los varones; las segundas las leen exclusivamente las mujeres. Y tanto los varones cuanto las mujeres consideran las lecturas del otro sexo tan pesadas e inaguantables que prefieren aburrirse mortalmente que echar mano de ellas. El hecho es que los varones se interesan de verdad por la cuestión del si hay en Marte formas primitivas de vida, o de si los argumentos de los chinos en su conflicto fronterizo con los rusos son más sólidos que los de éstos, mientras que esos problemas dejan completamente frías a las mujeres. A éstas les interesa saber cómo se borda tal motivo, cómo hay que colgar correctamente la ropa y si tal o cual actriz cinematográfica se va a divorciar o no. Y así varones y mujeres viven perfectamente separados, cada cual con su propio horizonte y sin entrar nunca en contacto real con el del otro. El único tema que interesa a los varones cuanto a las mujeres es el tema mujer.

Como es natural, algunos varones no tienen más remedio que ocuparse de las revistas especializadas femeninas, pues, del mismo modo que la moda femenina -que no suele interesar en absoluto a los varones- es obra de esclavos masculinos (las mujeres dicen con toda sangre fría que se tienen que inclinar ante la omnipotencia de los grandes couturiers), también las revistas para mujeres son producidas y distribuidas por varones esclavos. Sus esfuerzos no pueden tener éxito más que si ellos mismos se sitúan a la altura intelectual de la mujer e intentan averiguar qué es lo que le gusta a ésta. La empresa es casi irrealizable por un varón, razón por la cual suele consultar con un equipo de redactoras femeninas que le dicen qué es entretenido para una mujer. Pero el varón carga en cualquier caso con la responsabilidad de la compaginación, la venta y el ascenso de estas publicaciones en el mercado.

Estas revistas entretienen a la mujer (por ejemplo, Ladies’ Home Journal, McCall’s), satisfacen su ansia de cotilleo (Gente, Movie Life), le ayudan a elegir sus disfraces (Vague, Bazaar) o unifican, a veces, todos esos elementos en una misma publicación (Elle, Brigitte, Grazia). Es común a todas esas revistas la completa inexistencia del varón (mientras que, por el contrario, el tema principal de las revistas para caballeros es la mujer). Las revistas femeninas pueden aludir al varón pero lo harán en principio sólo a propósito de sus preferencias en asuntos de mujeres, casas o comidas («Póngase usted este verano ropa interior del color de su piel: eso les gusta a los hombres»; «Un make-up natural para el primer rendez-vous»; «Encienda velas, que eso le pone romántico»; «Tres platos por los que la amará», etc.). Y como un conocimiento tan global de las preferencias del varón no puede servir más que para cazar a cualquier varón o mantenerle preso durante más tiempo (todas las lectoras de estas revistas son solteras, y, por lo tanto, en busca de su trabajador, o casadas, y, por lo tanto, obligadas a conservar el que ya tienen), se puede considerar en última instancia como un conjunto de instrucciones para su uso. Son instrucciones para usar el robot al que siguen considerando más fiable de la tierra: el ser humano masculino. Los títulos de esas revistas lo dicen a veces abiertamente: «Cómo pescar a un hombre para toda la vida», «Diez cosas que le mantienen de buen humor», «Consejos para los tres primeros años de matrimonio». Estas instrucciones para el uso son tan claras y fáciles de dominar como si se tratara de indicaciones que tener en cuenta para comprarse un coche o para lavar el jersey de Cachemira auténtica.

La limitación de los intereses femeninos produce, como era de esperar, frecuentes faltas de material en las redacciones de esas revistas. En estos casos la redacción se ve obligada a recurrir a los llamados «temas masculinos» (que son muy abundantes, puesto que a los varones les interesa todo); mediante un complicado sistema de trasformaciones, la redacción pone esos temas a la altura de sus lectoras. La ley suprema de esta operación dice así: todo artículo tiene que parecer un informe sobre mujeres. No es posible publicar en esas revistas un reporte sobre un viejo ex-boxeador más que poniéndole un titular del tipo «Las mujeres fueron mi ruina»; si se trata de una entrevista con un compositor, es imprescindible decir, una vez al menos, que las mujeres le han inspirado y que una muchacha hermosa es como una melodía, pero mejor. Si se consigue una buena mimetización femenina, es posible presentar a las mujeres incluso los temas que les son más lejanos. Se ha comprobado la posibilidad de escribir en una revista femenina incluso sobre las tareas del ministerio del ejército, con sólo presentar el conjunto como un informe sobre la vida familiar del señor ministro (y midiendo generosamente en la compaginación el espacio destinado a las fotografías de la mujer y los hijos del personaje). Hasta se les puede escribir algo sobre otros países, mimetizando los artículos de tal modo que parezcan ser descripciones de la vida de una mujer perteneciente al país y el ambiente de las lectoras, pero que se ha casado con un hombre de aquel exótico lugar (titulares: «Me casé con un noruego» o japonés, egipcio, chileno, israelita).

Este principio se aplica en realidad a todas las esferas, y particularmente a la política. Como las mujeres no se interesan más que por las mujeres, y no por los varones, no es posible informarles de acontecimientos políticos en curso más que si la información suscita la impresión de que todo lo centra una mujer. La guerra del Vietnam, por ejemplo, se ha hecho mucho más popular desde que aparecieron en la prensa las primeras fotografías de la legendaria Madame Nhu, y el problema de los católicos del Ulster es actual desde que apareció Bernadette Devlin, así como el drama de la esterilidad de Soraya ha contribuido probable, mente al conocimiento de los problemas del Irán más que todas las publicaciones sobre ese país tomadas en bloque.

Por eso el primer acto político de un gobernante debería ser casarse con la mujer más fotogénica que encuentre. No se puede sino, a lo sumo, imaginar el beneficio que habría reportado a países como Israel o la India el que Golda Meir o Indira Gandhi hubieran sido hermosas según los rigurosos criterios de las mujeres, si sus fotos hubieran adornado las portadas de las revistas femeninas en vez de las de Grace de Mónaco, Sirikit de Tailandia o Farah Diba de Persia.

Los reportes correspondientes habrían llevado titulares del tipo «Las joyas de Golda Meir», o «¿Qué tiene Indira Gandhi que tanto gusta a los hombres?», y de paso el periodista bienintencionado habría podido exponer a la otra mitad de la población del globo (a la mitad más rica) que, por ejemplo, la vida de Israel es infernal, y que en la India mueren anualmente por inanición tantos o cuantos centenares de miles de niños (que habría sido fácil alimentar con el dinero que gastan las mujeres en esmalte de uñas y en acetonas preparadas para quitaesmaltes).

La máscara de la feminidad

Apenas hay diferencias entre una mujer desnuda, con el pelo cortado y sin maquillar y un varón desnudo, con el pelo cortado y sin maquillar. Con la única excepción de los órganos destinados a la reproducción, todo lo demás que distingue a la mujer del varón es artificial. El varón llega a ser varón por el desarrollo de la inteligencia y la productividad así posibilitada (y su aspecto no cambia casi en ese proceso); la mujer llega a ser mujer por la cretinización gradual y por la trasformación de su aspecto externo; esta diferenciación de los sexos se produce exclusivamente por iniciativa de la mujer.

Como hemos visto, un varón no es de verdad «viril más que como consecuencia de una serie de operaciones de doma practicadas por la mujer; ésta, en cambio, madura bajo su propia dirección y se hace «femenina» por medio de la cosmética, la peluquería y el vestuario. Esta feminidad artificialmente fabricada consta de dos componentes: la acentuación de los caracteres sexuales secundarios, ya descrita en otro lugar, y la exotización o extrañación mediante el efecto máscara. Con sus múltiples máscaras la mujer persigue un solo objetivo: conseguir que la diferencia entre ella y cualquier varón sea todo lo llamativa posible.

La acentuación de los caracteres sexuales secundarios la hace deseable para el varón; el resto de la mascarada la hace enigmática para él, la convierte en el «otro» sexo, el sexo ajeno, tornasolado: eso ayuda al varón a someterse. La mujer sorprende al varón y despierta su atención mediante la amplia escala de posibilidades trasformistas de que dispone: una mujer «de verdad» tiene cada día un aspecto un poco diferente del del día anterior. Con eso, además, la mujer gana tiempo: mientras que el varón está ocupado en volver a identificar laboriosamente la mujer de ayer bajo el disfraz de hoy, ella puede ir realizando tranquilamente sus planes -que consisten en meter a ese hombre en un callejón sin salida- e impedir que el otro perciba el olor a cadáver que emana, por detrás de la agradable mascarada, del espíritu en putrefacción.

Por eso una mujer se considera siempre mera materia prima de mujer, y lo que juzga no es el material, sino el producto fabricado. Sin make-up, peluquería y collares y pulseras, lo que existe no es una mujer (eso explica por qué a la mayoría de ellas no les preocupa andar por la casa con los bigudíes puestos y la cara cubierta de grasa: eso no son ellas, ellas están aún en curso de fabricación).

Les es muy fácil sostener esa ficción gracias a que su inteligencia no se lo obstaculiza.

Las mujeres no se han ahorrado nunca ningún esfuerzo por conseguir que la metamorfosis sea un éxito. No hay procedimiento cosmético que le parezca a una mujer demasiado caro o largo cuando se trata de llegar al producto terminado que tan llamativamente se diferencia del varón. Engrasando constantemente su piel, la fue haciendo cada vez más lisa y diferente de la del varón; también se diferenció de él dejándose el cabello largo o rizándoselo; el enmarcarse los ojos de negro no la hermoseó precisamente, pero la diferenció mucho del hombre: le dio unos ojos extraños, misteriosos, inquietantes.

Tal fue el sentido originario de la mascarada femenina; pero ese sentido primitivo se ha olvidado casi por completo. Dado que en las últimas décadas, gracias al bienestar producido por los varones, la mujer burguesa ha ascendido desde su vieja condición de trabajadora doméstica múltiplemente ocupada hasta cierto status de cocotte, era inevitable que se le independizaran sus viejos juegos utilitarios con su aspecto externo. Ahora tiene tiempo y dinero, y desea más que nunca estar entretenida. Mas como el juego con su cuerpo es una de sus diversiones preferidas (a menudo es incluso la única, pues en el caso de las mujeres ricas no se puede contar ni siquiera con los trabajos domésticos), el juego se impulsa desde todas partes: lo fuerzan los hombres que producen los utensilios cosméticos, los que proyectan y confeccionan los vestidos y los tocados y los que viven de proponer constantemente nuevas variantes del juego: los redactores de la radio y la prensa femeninas. Con el tiempo se ha constituido, efectivamente, una especie de cultura muy propia de las mujeres, una especie de artesanía bajo la protección de la cual pueden vivir entre ellas mismas, sin que nadie las moleste, y que las eleva a unas alturas (o, más bien, las entierra en unas profundidades) hasta las cuales no hay varón que pueda seguirlas, salvo los esclavos especializados en esa artesanía.

«Cuide usted de mantener flexible la piel de los labios», aconseja, por ejemplo, una célebre revista femenina a una lectora que se queja de tener pliegues «demasiado profundos» en los labios, «y cepílleselos diariamente con un cepillo de dientes húmedo; póngase varias veces al día una pomada adecuada. Use lápices de labios que no tengan brillo nacarado, porque éstos son los que más fácilmente dejan depósito en las arrugas.» «Mídase», ordena la misma revista a todas las mujeres: «el perímetro de las caderas puede rebasar en 25 cm. al de la cintura, pero sólo en 8, a lo sumo, el perímetro torácico.» «Cepíllese las cejas hasta darles forma antes de subrayarlas. No dibuje nunca un arco delgado: pinte cuidadosamente cada pelo. Se obtiene la mayor naturalidad pintando junto al arranque de la nariz trazos casi verticales y mezclando dos colores, por ejemplo, gris y marrón.» «Ponga usted un espejo en la cocina para ver si al guisar hace usted sin darse cuenta gestos o arruga la frente; también le permitirá darse cuenta a tiempo de si se le ha deshecho el peinado.»

Y las mujeres agradecen todas esas reglas (porque no tienen suficiente imaginación para descubrirlas) y las ejecutan todas concienzudamente: se miden el perímetro de las caderas, se cepillan los labios, se pintan las cejas y ponen espejitos en la cocina para evitar que se les arrugue la frente. Una vez hecho eso, esperan más consejos para su juego. Hay realmente mujeres que meten diariamente los pechos en agua fría durante diez minutos («para endurecerlos»), que se embadurnan con aceites de pies a cabeza cada mañana (sin tener ninguna enfermedad cutánea), que se enredan los cabellos cada pocos días en no menos de treinta bigudíes y que gastan más de media hora diaria sólo en el makeup de los ojos. Y como precisamente por todas esas actividades absurdas para el varón resultan cada vez más extrañas e imprevisibles, cada vez más femeninas, estas mujeres son muchas veces las que el varón prefiere para esclavizarse.

Mientras tanto, el juego sigue adelante. La que quiere seguir jugando y no perder su puesto en la banda tiene que observar reglas constantemente renovadas, pues las exigencias que se van poniendo las mujeres (hace mucho tiempo que los hombres quedaron fuera de ese juego) se hacen enormes, y las posibilidades de divertirse con su propio cuerpo han aumentado ya hasta el infinito, pese a lo cual se multiplican cada día. Con esto es inevitable, naturalmente, que muchas mujeres se queden a medio camino, se tengan que detener y vuelvan principalmente a las diversiones de la vida doméstica. Se producen diferencias de clase condicionadas por las diferentes rentas de los varones entre mujeres muy bien disfrazadas, bien disfrazadas y discretamente disfrazadas; las primeras se convierten en ídolos de las demás y les suministran una especie de satisfacción vicaria con su perfecta mascarada, que aquellas otras van vigilando constantemente a través de las revistas especializadas antes aludidas.

Pero las reglas se van volviendo cada vez más complicadas incluso para las mujeres de disfraz mediano ya no puede ir a bañarse, por ejemplo, más que con un make-up especial que resiste al agua, con las piernas y las axilas cuidadosamente depiladas, con el cuerpo completamente engrasado y un gorro cubierto de flores de goma; antes de coger el volante para ir al supermercado se arregla, por lo menos, con crème mate de día, un poco de rouge y unas pinceladas de ocre para las pestañas; para ir a un entierro necesita una mantilla negra, que pone en contraste con una créme de fondo particularmente pálida y un lápiz de labios casi invisible; el maquillaje y el vestirse para una cocktail-party de las más corrientes, en la que acaso no estará más que unos minutos, han llegado ya a ser tareas de horas. Antes le bastaba con aplicarse una sola tinta a los Párpados: ahora tiene que usar tres (por ejemplo: blanca, oro y parda); tiene que aplicarse a los labios pomada, lápiz perfilador, lápiz nacarado y pulverización; las pestañas artificiales no se adhieren ya en bloc, sino pestaña por pestaña («Resulta más natural»); y el tocado cuenta cada vez más imprescindiblemente con un elemento de cabello artificial o ajeno, no siempre peluca completa, que se tiene, desde luego, que limpiar y cuidar como el auténtico. Sólo para el make-up de los ojos y las cejas, una mujer medianamente disfrazada necesita lo siguiente: una tira de pestañas artificiales, pinzas y adhesivo especial para su fijación, lápiz de fondo, pinceles y tintes para las pestañas, eyeliner, o lápiz perfilador para los ojos, tres colores de sombreado para los párpados, dos colores de lápiz para las cejas, polvo para éstas y pincel adecuado para su aplicación, cepillito para las cejas, pads aceitados para desmaquillar y créme especial para los ojos.

Este proceso se vuelve cada vez más inquietante para los varones, los cuales, ciertamente, gustan de ver divinas a sus diosas (divinas quiere decir extrañas, incoherentes, o sea, femeninas), pero no quieren verlas esclavizadas al espejo hora tras hora. Les ocurre lo mismo que a propósito del trabajo doméstico: todo eso choca con la dignidad humana, y los varones no pueden creer que esos trabajos y los esfuerzos cosméticos procuren placer a sus mujeres. Todo varón sabe perfectamente de sí mismo que no da ningún valor a que su mujer utilice polvos de tres colores para sombrearse los párpados (del mismo modo que sabe que no necesita ni plantas de interior ni visillos en la ventana), pero se cree, exactamente igual que a propósito de los trabajos domésticos, que los demás varones o la sociedad en general exigen a toda mujer el ejercicio cosmético: se compadece así de su mujer y se siente personalmente responsable de que las cosas hayan llegado a este punto. Como sabe que tanto él como sus demás compañeros de sexo no dan valor más que al aspecto externo de la mujer, a los símbolos sexuales y a una cierta extrañación mediante el maquillaje, mantenida, de todos modos, dentro de ciertos límites (¿a qué iban a dar valor en la mujer, puesto que ésta es tonta y pobre de sentimientos?), el caballero infiere que la incansable dedicación de la mujer a su propio cuerpo es simple exceso de celo en cumplir las exigencias masculinas, y se siente conmovido y culpable. Piensa que sus groseras necesidades sexuales convierten a la mujer en objeto (en objeto de placer), reprimen sus cualidades valiosas (que en realidad no existen); y se vuelve a equivocar puntualmente. Pero con motivo: al varón no le puede gustar darse cuenta de que toda esa evolución es la culminación, por ahora, de la cultura femenina, que las mujeres no se convierten en objetos por obra de la moda y la cosmética, sino que su constante dedicación a esas cosas es actividad espiritual natural de unos seres infinitamente primitivos.

Tampoco puede saber el varón otra cosa: que el modo como la mujer se vuelve a crear de nuevo, por así decirlo, cada día, el modo como se enajena constantemente de sí misma mediante sus múltiples mascaradas, no sólo la divierte, sino que satisface su necesidad religiosa, muy débil por sí misma (a causa de su escasez de inteligencia), como vimos en el capítulo dedicado al placer de la ilibertad. Cada paso que da en sus metamorfosis exige de ella una auto observación neutra, crítica, y la obliga prácticamente a contemplarse siempre con la mirada de una espectadora extraña y a examinar mil veces cada día el resultado de su trabajo aplicándole los intuidos criterios de esos ojos desconocidos. Eso le permite admirarse a sí misma con los ojos de la otra, sin inhibición alguna, cuando la metamorfosis se logra, cuando la mascarada satisface las exigencias de la extraña. Este truco pone a la mujer, por así decirlo, en situación de auto-adoración, lo que la independiza ampliamente de todos los sistemas (ideologías, religiones, adoración de otros) que tienen por objeto satisfacer el humano placer de la ilibertad.

Todo lo que las mujeres hacen consigo mismas al servicio de su hermoseamiento arroja una consecuencia lógica para los varones, a saber: las mujeres no pueden considerarlos hermosos a ellos, ni siquiera en el caso de que los tuvieran en cuenta. Se suele decir, ciertamente, que «un hombre hombre no tiene por qué ser guapo», o incluso que «el hombre y el oso, cuanto más feo más hermoso»; muchos hombres citan ellos mismos esas sabidurías sin ninguna segunda intención; pero la verdad es que, para los ojos de la mujer, el varón no sólo no tiene necesidad de ser hermoso, sino que tampoco podría serlo aunque lo tuviera que ser. Puesto que las mujeres se consideran hermosas en sus necias mascaradas (como lo prueban todos los datos existentes), es imposible que consideren hermosos a los varones, generalmente sin maquillar y uniformados; en el mejor de los casos, esos varones serán para ellas estadios previos al ser humano, materia prima, proyectos. Por eso, en cierto sentido, el varón es siempre feo para la mujer y, por lo tanto, ésta puede ignorar totalmente el exterior de aquél a la hora de elegir, y decidir con entera libertad, o sea, atendiendo sólo al nivel de vida que cada varón le ofrezca.

Algunos varones particularmente sensibles parecen haberlo notado en los últimos tiempos, razón por la cual intentan volverse hermosos según los criterios mismos de la mujer, impresionarla por el aspecto externo. Pero se puede decir que ese intento ha fracasado casi nada más empezar. En primer lugar, esos varones, por sensibles que sean, no pueden conseguir de la noche a la mañana lo que las mujeres han ido cultivando durante generaciones (el cabello largo de un varón no es nunca tan sedoso como el de una mujer, ni su piel tan tierna, ni sus ropas tan exquisitamente extravagantes); en segundo lugar, las legiones de varones esclavizados han expulsado inmediatamente de su comunidad a esos pocos traidores y les han cerrado en gran parte las posibilidades de ganar dinero.

Hoy día no se disfrazan ya casi más que los varones -poetas, pintores, músicos de beatbands, hippies, actores, periodistas, fotógrafos- que ganan dinero precisamente con esa mascarada, en condición de bufones de la burguesía; y casi todos ellos tienen a su vez una mujer que utiliza de nuevo inmediatamente el dinero que así ganan. En el caso del poeta se trata de la musa, en el del pintor es la modelo, y en el de los jóvenes músicos beat se trata de la groupie que vive a costa de ellos. Si un día se imponen de modo generalizado los cabellos largos o los collares para varones (cosa perfectamente posible, pues una vez por siglo ocurren también modestas variaciones de la moda masculina, generalmente determinadas por la alteración de las condiciones de trabajo), esos cabellos largos lo serán de la misma longitud en todos ellos, y los collares que se pongan en vez de corbatas serán tan discretos y tan poco llamativos como lo han sido éstas.

El mundo profesional como coto de caza

Las muchas mujeres con trabajo profesional -secretarias, obreras industriales, dependientas de comercio, azafatas- que se encuentran por todas partes y las deportivas jóvenes que pueblan en número creciente colleges y universidades podrían hacerle creer a uno que la mujer ha cambiado radicalmente en los últimos veinte años. Podrían hacerle creer a uno que la muchacha moderna es más honrada que su madre y que -acongojada acaso por una gran compasión por su futura víctima- se ha decidido a no ser ya explotadora, sino compañera del varón.

Esa impresión es engañosa. La única acción importante de la vida de una mujer es la elección del varón adecuado (se puede equivocar en cualquier otra cosa, pero no en ésta), y por eso suele practicar la elección en el lugar más apropiado para estimar las cualidades viriles que importan: los lugares de estudio y los lugares de trabajo. Las oficinas, las fábricas, los colleges y las universidades no son para las mujeres más que unas gigantescas bolsas matrimoniales.

El medio que la mujer elige de hecho para cazar a su futuro esclavo laboral depende principalmente de los ingresos del varón que ya antes se ha esclavizado por ella, o sea, de la renta de su padre. Las hijas de varones que ganan mucho dinero se suelen buscar marido en las universidades y escuelas superiores, pues en esos lugares es máxima la probabilidad de encontrar un varón que gane, por lo menos, tanto dinero como su padre (además, el estudio pro-forma a que eso les obliga es más cómodo que un trabajo profesional, aunque sea transitorio). Las jóvenes de familias menos bien tienen que contratarse provisionalmente, pero con el mismo fin, en una fábrica, una tienda, una oficina o un hospital. Las dos formas de compromiso son provisionales -no duran más que hasta la boda, y, en los casos más duros, hasta el embarazo- y tienen una gran ventaja: la mujer que se casa en esas condiciones ha abandonado su profesión o sus estudios «por amor del hombre que eligió». Y un sacrificio así se pone en cuenta.

Así, pues, el trabajo profesional y el estudio de la mujer no sirven más que para falsear las estadísticas y para esclavizar aún más irremisiblemente al varón. Pues tanto el oficio cuanto el estudio son para el varón cosas enteramente diferentes de lo que son para la mujer.

Para el varón, el oficio es siempre una cuestión de vida o muerte. Precisamente los primeros años son los decisivos -en la mayoría de los casos- para todo su futuro: un varón que no esté ya en plena carrera a los veinticinco años es un caso desesperado. En esa primera época despliega el varón todas sus capacidades, y traba con sus competidores una pugna a navajazo limpio. Constantemente está al acecho tras la máscara de generoso compañerismo; registra con temor cada señal de superioridad de otro, y apunta con no menos exactitud cada síntoma de debilidad del contrincante. Con todo lo cual no pasa de ser un pequeño engranaje de la gigantesca máquina económica que le aprovecha con todas las reglas del arte 3 cuando despelleja a otros se despelleja sobre todo a sí misma, y las órdenes que da son órdenes que le imparten otros. Cuando ocasionalmente le elogian sus superiores, ello no tiene por objeto alegrarle, sino única y exclusivamente espolearle. Para el varón, amaestrado en el orgullo y la dignidad, la vida profesional es una cadena infinita de humillaciones cotidianas: se entusiasma por artículos que le tienen sin cuidado, se ríe de chistes que le parecen necios, defiende opiniones que no son las suyas. Y en todo eso no puede bajar la guardia ni un instante: el menor descuido puede acarrearle una degradación, y el menor error verbal puede significar el final de su carrera.

La mujer, que es el motivo principal de esas luchas y ante cuya mirada se desarrolla todo eso, lo contempla tranquilamente. Para ella, la época de trabajo profesional es un período de flirts, citas, bromas, durante el cual trabaja además un poco, como pretexto, pero, generalmente, sin ninguna responsabilidad. Sabe que todo eso pasará (cuando no pasa, por lo menos ha vivido durante años con la ilusión de que pasaría): por eso contempla las luchas de los varones en situación segura, a distancia, y ocasionalmente aplaude a uno de los gladiadores, o le critica, o le anima. Y mientras les prepara café, les abre el correo y les escucha las conversaciones telefónicas, va preparando con sangre fría su elección. En cuanto que ha encontrado un hombre para toda la vida, se retira y cede el terreno a la generación joven.

Lo mismo ocurre durante el estudio. En los colleges y las universidades de los EUA hay ahora más mujeres que nunca, pero el número de las muchachas que termi nan sus estudios es menor que antes de la segunda guerra mundial. Mientras que las estudiantes proyectan durante las clases sus vestidos de primavera, coquetean entre lección y lección y van haciendo tajos en el cadáver con las manos calzadas en unos guantes de goma trasparentes que dejan ver las uñas pintadas de un rojo vivo, sus colegas masculinos luchan siempre por el todo o nada. A la mujer le basta con terminar su época de college o universidad con un anillo de prometida; el varón no tiene bastante ni con el título. Es fácil, en efecto, conseguir el título a fuerza de memoria bruta (pues hay pocos tribunales de examen capaces de distinguir entre el saber y el bluff memorístico), y el varón tiene que entender de verdad de qué se trata en su profesión. De la solidez de los fundamentos de su saber dependerán más tarde su éxito material, su prestigio y, muchas veces, hasta la vida de otros seres humanos.

La mujer no conoce la lucha. Una vez interrumpidos sus estudios y conseguido el matrimonio con un profesor universitario, ha conseguido sin esfuerzo lo mismo que él. Si es mujer de un fabricante, la tratarán todavía con más reverencia que al fabricante mismo (y no como a una persona que no podría encontrar en esa fábrica más trabajo que el de la cadena de serie, y eso en el mejor de los casos). Como mujer de su marido, tiene siempre el mismo nivel de vida y el mismo prestigio social que éste, y no tiene que hacer nada para mantener ni uno ni otro. Ya se ocupa él de eso. Por ello, el camino más corto hasta el triunfo sigue siendo para la mujer la boda con el varón triunfante. Y para cazar a éste no hacen falta ni aplicación, ni ambición ni resistencia, sino sólo un exterior atractivo.

Ya hemos visto las exigencias que los hombres bien amaestrados ponen al aspecto de las mujeres. Las mejores domadoras conquistan automáticamente -y sin tener que desarrollar el menor esfuerzo- los gladiadores de más éxito. Como estas mujeres, las que se llaman «hermosas», suelen ser las que tuvieron una vida más cómoda desde la cuna y, por lo tanto, las que menos ocasión encontraron de desarrollar sus predisposiciones intelectuales (pues la inteligencia sólo se desarrolla en la competición), se tiene la consecuencia lógica de que los hombres de éxito suelen estar casados con mujeres de una estulticia abismal (a menos que se considere rendimiento de la inteligencia la capacidad de una mujer de arreglarse hasta convertirse en cebo irresistible).

Es casi tópica la historieta del varón de éxito excepcional (gran jefe de empresa, financiero, armador, director de orquesta) que al llegar a la cima (lo que quiere decir, generalmente, en segundas o terceras nupcias) se casa con una modelo fotográfica. Los varones que son ricos por herencia se suelen permitir el lujo de una de esas super-hembras ya en el primer matrimonio (y luego, ciertamente, la van sustituyendo a medida que pasan los años). Las modelos fotográficas suelen ser mujeres que ni siquiera han terminado la primera enseñanza y que hasta la boda no han hecho nada más que posar graciosamente ante las cámaras. Pese a eso, son potencialmente ricas, porque son «hermosas».

Pues bien: resulta que todas esas mujeres «renuncian por amor a su carrera». Eso es, en todo caso, lo que le cuentan a su hombre, el cual se lo cree a pies juntillas. No sería tan aduladora para él la idea de que con su declaración la ha salvado en el último instante del esfuerzo del examen de grado o del de licenciatura; por eso aleja de sí esa intempestiva ocurrencia y se embriaga con el amor «incondicional» que siente por él esa mujer, a tenor de las propias declaraciones de ésta. ¿Quién sabe?, piensa nuestro varón, siempre fiel a sus propios criterios, tal vez se hubiera convertido un día en una célebre cirujana (o celebrada primera bailarina, o brillante periodista). ¡Y ha renunciado a eso por él! No se le ocurre la obviedad de que ella ha preferido ser la mujer de un célebre cirujano, con su renta, su prestigio y sin su trabajo ni su responsabilidad. El caballero se propone entonces hacerle la vida a su lado todo lo agradable que sea posible, con objeto de que no tenga nunca que arrepentirse de su descomunal sacrificio juvenil.

De todos modos, hay un reducido porcentaje de estudiantas de los países industrializados de Occidente (del 10 al 20 %) que consigue un título universitario antes de casarse. Con algunas excepciones, se trata de las mujeres menos atractivas, las cuales no han conseguido hacerse con un trabajador útil durante los estudios. El título académico eleva entonces automáticamente su valor de mercado, pues hay un grupo de varones que -si ellos mismos lo tienen- se sienten personalmente halagados por el hecho de que su mujer posea un título universitario (¡hay que ver lo listo que tiene que ser para que esa culta mujer se haya interesado por él!). Si su corifea es además un poco sexy, este varón se siente en el Séptimo Cielo.

Pero no por mucho tiempo. Pues también la médico, la jurista y la socióloga «sacrificarán» pronto su carrera por la de él o, por lo menos, la pasarán a segundo plano. La académica se mudará a una villa de las afueras, parirá niños, plantará flores y llenará la casa del Kitsch reglamentario. A los pocos años habrá olvidado, con esas distracciones, el poquito de saber profesional que se aprendió de memoria, y no será distinta, en el fondo, de sus vecinas.

La mujer «emancipada»

De todos modos, hay mujeres que siguen trabajando profesionalmente después de los veinticinco años. Eso se puede deber a varias causas

a) Esa mujer se ha casado con un «fracasado» (con un varón que no gana el dinero suficiente para financiar el Kitsch de las orgías de su mujer).

b) La mujer es estéril (en este caso, algunos varones, cuando se les apaga la pasión, no ven que subsista motivo alguno para seguir manteniéndola).

c) Es una mujer fea.

d) Es una mujer emancipada.

e) Es una mujer interesada por una determinada profesión (lo que le hace renunciar desde el principio a tener esclavo y niños propios).

Los motivos del trabajo profesional están claros en los casos a) y b). Es importante considerar los dos grupos siguientes, porque a menudo se cree que la mujer fea está emancipada, lo cual es falso. La probabilidad, por último, de encontrar un ejemplar de la categoría e) es casi nula: se trataría de mujeres que por intereses intelectuales -y no digamos ya por lealtad renunciarían al comfort y al dominio de siervos).

La mujer fea (la mujer que es fea según el gusto de los hombres, porque sus caracteres sexuales secundarios se han desarrollado poco o se exhiben poco, o porque sus rasgos faciales carecen de todo baby-look) trabaja por los mismos motivos que el varón, a saber, porque si no lo hace ella, nadie lo va a hacer por ella. Pero mientras que el varón alimenta con sus ingresos a su mujer y a sus hijos, la fea no trabaja nunca más que para sí misma, jamás para financiar con el dinero que gana la vida de un varón joven y hermoso. Esta mujer es a menudo bastante inteligente. Al principio, siguiendo, como todas las mujeres, el ejemplo de su madre y confiando en la llegada del futuro esclavo laboral, deja que se le vaya atrofiando la capacidad intelectual. Pero conforme va envejeciendo, ve que pierde la posibilidad de hacerse con el citado esclavo. Y un buen día comprende que no tiene más remedio que echar mano del último resto de inteligencia que le queda y enderezarlo lo mejor posible. Algunas mujeres de este grupo llegan así muy lejos, incluso: no es infrecuente que consigan grandes honores como escritoras, políticas, periodistas, médicos, juristas (precisamente porque con esa condición suya -mujeres inteligentes se salen mucho del marco habitual). Con eso, naturalmente, prestan un servicio inestimable a la explotadora domiciliada en la villa de las afueras: «Ya lo veis», dice ésta, «las mujeres podríamos hacer tantas cosas; lo que pasa es que renunciamos siempre a ellas por los hombres.» Con el terrorífico ejemplo de estas bestias intelectuales en la mano, la explotadora de la villa de las afueras puede hacer comprender a su esclavo en cualquier momento lo fea, dura y sin encanto (lo «poco femenina») que es la mujer que realiza cosas grandes.

El esclavo preferirá sin falta mil veces la descerebrada que tiene en la cama a aquellas otras (cuando tenga ganas de hablar, ya lo hará con otros caballeros).

De todos modos, ni siquiera la fea, pese a todo su éxito, renuncia nunca del todo a su privilegiado status femenino, sino que espera con la mayor naturalidad que su entorno la considere como una de las maravillas del mundo, ya que es «una mujer que ha triunfado». Este tipo de mujer precisamente subraya su «feminidad» de una manera casi obscena. Se exhibe siempre que puede a la prensa y las cámaras de la televisión, y, mientras sus blanduchos senos bajan hacia el tablero de su gran escritorio, se lamenta de lo difícil que le es, «como mujer», mantenerse en esa elevada posición.

De todos modos, es en cierto sentido respetable si se la compara con la explotadora corriente. Claro que se ha visto obligada a ser respetable: basta mirarle la cara para descubrir por qué es tan inteligente, y la fealdad no es, desde luego, ningún mérito personal.

La cosa se complica en el caso de la mujer que se suele llamar emancipada. Pues mientras que es posible hacer abandonar sin más, mediante adecuadas ofertas monetarias, a las mujeres de las primeras tres categorías que trabajan los planos que se hayan hecho (a las feas, de todos modos, sólo antes de que lleguen a su éxito), la emancipada no trabaja nunca por dinero. Siempre, per definitionem, ha sido atractiva en su juventud, y siempre tuvo a mano un esclavo de alta renta. Sólo la mujer «hermosa» se puede emancipar: la fea, como el varón mismo, no tiene de qué emanciparse nadie intenta nunca corromperla y, por lo tanto nunca puede elegir.

La mujer emancipada tiene incluso hijos (aunque generalmente sólo uno o dos), una casa cómoda y todos los símbolos de status de la banda. Pero sus placeres no se limitan al hogar y a las mascaradas organizadas por sus compañeras de sexo: lo que más le divierte es el ejercicio de operaciones instrumentales secundarias en las que tenga mucho público. Se la ve volar etéreamente por los pasillos de editoriales y redacciones, en las antesalas de magnates del cine, la televisión y el teatro, haciendo de script, de traductora, en las taquillas de las agencias de Majes, dirigiendo tiendas de antigüedades o joyerías, o en boutiques, en suma, en todos los lugares en que coinciden personas ricas e interesantes. La mujer emancipada se suele gastar absolutamente todo el dinero que gana en financiar sus caros disfraces, con ayuda de los cuales se pone diariamente en escena en su lugar de trabajo.

La mujer emancipada es tan tonta como las demás, pero preferiría que la creyeran más lista. Habla con el mayor desprecio de las amas de casa. Cree que el mero hecho de realizar un trabajo que no sería indigno de un hombre hace de ella un ser inteligente. Al juzgar así confunde causa y efecto: pues los hombres no trabajan porque son muy inteligentes, sino porque no tienen más remedio. La mayoría de ellos no podrían utilizar sensatamente su inteligencia sino una vez liberados de obligaciones económicas (como lo están las amas de casa, por ejemplo). En general, la mujer tiene en su villa de las afueras condiciones de activa vida intelectual muy superiores a las que imperan entre la máquina de escribir y el dictáfono.

Pocas veces es difícil o responsable el trabajo de las mujeres emancipadas. Pero ellas viven con la ilusión de que es ambas cosas. Ese trabajo «las llena, «las estimula», sin él «no podrían existir». Pero no dependen realmente de ese trabajo: lo pueden dejar en cualquier momento, porque, a diferencia de las feas, las mujeres emancipadas no trabajan nunca sin enfundarse antes el salvavidas automático: siempre hay un varón preparado en algún rincón del fondo que se precipita en su ayuda a la primera dificultad.

A la mujer emancipada le parece injusto que su ascenso sea más lento que el de sus colegas masculinos, pero no por eso se mezcla en las asesinas luchas competitivas de éstos. Lo que pasa, piensa, es que «las mujeres», aunque se hayan emancipado, no pueden contar nunca con las mismas oportunidades que los hombres. Pero en vez de esforzarse por alterar ese hecho en el mismo lugar de su trabajo, se precipita -pintada como un clown y cubierta de lentejuelas- a las reuniones de su banda, y se pone allí a gritar por la equiparación de la mujer. No se le ocurre nunca que son las mujeres mismas, y no los varones, las culpables de la situación, por su falta de interés, su estupidez, su infiabilidad, su venalidad, sus estúpidas mascaradas, sus eternos embarazos y, sobre todo, por su despiadada doma del varón.

Se podría creer que los maridos de las emancipadas disfrutan de una situación mejor que la de los maridos de las demás, porque no cargan con toda la responsabilidad. Pero la verdad es precisamente lo contrario la mujer sedicentemente emancipada es la desgracia de su marido. Pues éste, como todos los de su sexo, fue amaestrado según el principio del rendimiento, y tiene, por lo tanto, que adelantar siempre por lo menos en un par de pasos a su mujer. Por eso el marido de la traductora es escritor creador, el de la secretaria es jefe de sección, el de la decoradora es escultor y el de la directora de página literaria es jefe de redacción del periódico

Además, la mujer emancipada no es una descarga para su marido: le explota aun más que las otras mujeres. Cuanto más asciende, tanto más despiadadamente espolea a su marido (y la cosa puede ser grave, porque a veces, una de estas mujeres, por casualidad o por el favoritismo de un varón bien situado -ya que la mujer emancipada es siempre atractiva-, llega a ocupar puestos de importancia). Si el marido mismo no tiene ya de antemano una posición elevada, cada salto de su mujer en la escala de sueldos será un trauma para él, y cada momento de gloria profesional de la emancipada le sumirá en auténtico pánico. Este hombre vive constantemente angustiado por la posibilidad de que su mujer le rebase realmente un día; ese temor no le deja en paz un instante. Los varones con los que su mujer se codea diariamente le precipitan en unos celos insensatos. Se siente superfluo, su existencia entera le parece absurda, porque cree que su mujer no le necesita. Este hombre se ha quedado sin la felicidad del esclavo, sin la única felicidad dada al varón después de su doma.

La emancipada es también causa de la infelicidad de sus hijos. Pues ella no es mejor que las demás: le divierte más cualquier estúpido trabajo de oficina que el cuidado de sus inteligentes hijos. No por eso, sin embargo, renunciará al embarazo: una mujer, explica, necesita un hijo, porque si no su vida no será nunca «plena».

La emancipada no renuncia en principio a nada. Nada y guarda la ropa. Para no tener que renunciar a su «estimulante actividad espiritual», mete a sus hijos en residencias diurnas o incluso en internados, o los hace educar por esas amas de casa a las que tanto desprecia. Tampoco hace ella sola el trabajo doméstico: lo comparte con su marido una vez terminada la jornada de oficina. Él tiene el premio de poder hablar «estimulantemente» con su mujer, tan «viva de espíritu», mientras encera el suelo, riega las florecitas y limpia la plata. La emancipada, en efecto, no renuncia a la pompa tradicional de su tribu. Igual que no renuncia a su esclavo laboral ni a los hijos.

La emancipada organiza de vez en cuando sedicentes movimientos de emancipación con objeto de subrayar su reivindicación de los «privilegios» masculinos (que son, en su sentir, los puestos, mejor pagados, de los varones, no, por ejemplo, las ventajas del servicio militar). En estas ocasiones concentra sobre sí, con gran jaleo, toda la atención pública, se pone combativas insignias en el atuendo (nuevo en cada caso) que define el look de sufragista de la temporada, pone, por ejemplo, para demostrar su interés político, velas encendidas en las ventanas del living 4, pellizca, a la vista de la televisión, el trasero de un albañil al pasar junto a una obra, y hace otras muchas payasadas análogas. En todo caso, en esas ocasiones se libera regularmente de alguna «cadena». Estas «cadenas» se tienen que entender (puesto que la mujer no las conoce espirituales) siempre en sentido material: a principios de este siglo la cadena de la que se liberó fue la faja; en los años setenta la cadena ha sido el sostén (y para que nadie se perdiera la sensación, mandó la mujer simultáneamente a su esclavo que inventara la blusa trasparente, y en la próxima oleada emancipatoria se tratará tal vez de la incómoda falda larga que, precisamente contra la voluntad de los varones, las mujeres emancipadas acogen con gran coquetería en su acervo de disfraces. Lo único de lo que no se ha liberado la mujer en esas ocasiones es de su tontería, de su estupidez, de su ridiculez, de su falsía, de su frialdad emocional y de su charlatanería de necedad sin fondo.

Y desde luego que nunca entregará el dominio doméstico a su hombre, por mucho dinero que ella gane, para asumir en lugar de él la responsabilidad de la alimentación y del prestigio social de la familia.

Aunque es posible que se sienta, efectivamente, «plenamente realizada» y «feliz» en su vida profesional -pues es mucho más insensible que el varón y, por lo tanto, no puede sufrir como éste por causa de un trabajo estúpido-, la mujer emancipada no procurará nunca con su dinero al marido la posibilidad de una vida mejor. No le ofrecerá fuego ni le abrirá las puertas, no contratará en favor suyo un seguro de vida ni le garantizará una renta en caso de separación. Eso no sería nada «femenino». Tampoco al varón se le ocurriría organizar de ese modo la vida de la pareja: está demasiado bien amaestrado para eso. El marido de la mujer emancipada le dará un beso deprisa, se limpiará la boca y la cara de los restos de créme, polvos y lápiz de labios y se lanzará de nuevo a la pelea.

Women’s Lib

La explotación del norteamericano por la norteamericana sería un asunto puramente interno de ellos si no fuera porque es modelo para todas las mujeres del mundo. Pues, desgraciadamente, la preeminencia económica de los Estados Unidos de Norteamérica no influye sólo en la política, la ciencia, la investigación y la cultura de los demás países capitalistas, sino también en un ámbito considerable de la conducta social de los habitantes de estos países. La influencia en cuestión se va haciendo perceptible con rapidez creciente en todos los ámbitos de la vida, gracias al constante perfeccionamiento de los medios masivos de comunicación. La vieja norma según la cual la consciencia de Norteamérica es cinco años más tarde la consciencia de todo el mundo occidental se ha quedado ya anticuada. Las técnicas modernas de comunicación han desbordado todos los diques que en otro tiempo separaban épocas y lugares. Cuando hoy día un equipo norteamericano pone a punto una nueva terapéutica contra el infarto, ese tratamiento se practica pocas semanas más tarde en las clínicas sudamericanas; si se incrementa el rendimiento de los estudiantes norteamericanos mediante máquinas didácticas, esas máquinas se instalan poco después en la aulas japonesas; apenas se estrena en Broadway un hit como Jesus Christ Superstar, los bachilleres alemanes redescubren las hermosuras de la plegaria. Y si ayer por la tarde se les ocurrió a las mujeres norteamericanas comparar su situación con la de los negros de Norteamérica, hoy a mediodía las inglesas, las francesas y las escandinavas se pondrán: «¡Somos los negros de este país!»

Aunque en otros numerosos campos -como, por ejemplo, el de la investigación científica- la influencia norteamericana sea útil para los demás países, no lo es, desde luego, en el terreno social, en cuanto a la posición social de los varones en esos países. Pues probablemente no hay en el mundo país alguno en que el varón lo pase peor que en los EUA. Peor respecto de su compañera, que es de lo único de que se trata aquí, a saber, de las diferentes condiciones de vida del varón y la mujer dentro de una misma capa social de un país determinado, y dentro de una misma familia. Nadie negará que la lucha por la vida de un modesto empleado es en Portugal más dura que en Suecia, ni que en un mismo país la mujer de un obrero industrial tiene una vida más difícil que la de la mujer de un ingeniero, por ejemplo. Estas injusticias son tema de muchos otros libros, y por eso las podemos dejar aparte en éste. Pero, en comparación con su hombre -repito: no en comparación con la mujer del ingeniero-, la misma mujer del obrero fabril lleva la vida de una criatura de lujo.

Ya el mero hecho de la altura del nivel de vida norteamericano, siempre enlazado con el peligro del paro, bastaría para convertir en un infierno la vida de cualquier varón. En ningún otro país de nivel de vida parecido está uno tan amenazado de perder su trabajo, y en ningún otro país de tan elevado porcentaje de paro son tan altas las exigencias del nivel de vida; consecuencia no hay lugar del mundo en que sea tan drásticamente visible como en los Estados Unidos la diferencia entre el hombre «que ha triunfado» y el «fracasado». A esas dificultades de origen externo se añade la circunstancia de que probablemente ningún otro varón del mundo está tan radical y cuidadosamente manipulado como el norteamericano. El adulto norteamericano está amaestrado con tanta perfección que probablemente no hay nada que no se pueda hacer con él contando siempre con su buena voluntad; y, efectivamente, no hay nada que no se haga con él, sin el menor escrúpulo. A la vista de cualquiera está que en ningún otro país del mundo son los varoncitos tan despiadadamente predispuestos para el rendimiento máximo, que en ninguna otra sociedad se comercializa tan sin reservas el impulso sexual masculino, que ninguna otra mujer del mundo exhibe tan desenfadadamente como la norteamericana bajo forma de amor el típico pensamiento explotador de la mujer.

Eso no quiere decir que la norteamericana sea cruel con su hombre. Las mujeres no son crueles con los hombres, porque, generalmente, éstos no tienen para ellas la importancia suficiente como para martirizarlos; sólo en las películas hay mujeres que destrozan intencionadamente a un varón. Lo que sí quiere decir es que la norteamericana es aún menos capaz que cualquier otra mujer de considerar al varón como un hombre, como un ser humano. Tal vez el recuerdo aún más o menos vivo de la era de los pioneros de aquel subcontinente, época cargada de peligros, sea la causa de que en Norteamérica el valor de un varón se mida, más que en cualquier otro lugar, por su utilidad para la mujer. El mismo varón norteamericano gusta de entenderse sobre todo desde ese punto de vista: sus ingresos son la medida de lo que vale. Norteamérica es el único lugar del mundo en el que un profesor mal pagado es un mal profesor, y un escritor sin éxito un mal escritor. Los latino-americanos siguen asociando la virilidad con la potencia sexual, los norteamericanos la identifican sin más con el dinero. Y, de hecho, desde Edward Albee hasta Jacqueline Susann, la mayor parte de la literatura norteamericana vive de darle vueltas a la cuestión de si un varón sigue siendo un varón cuando no consigue alimentar a tenor de su posición social a la mujer que ha elegido. Y, desde luego, la respuesta es negativa.

El norteamericano sabe que la felicidad no puede venir sino de la mujer y que las mujeres cuestan dinero. Está dispuesto a pagarlo. Paga por anticipado durante su juventud, al contado durante la fuerza de su edad y por diferido cuando ya está muerto. En otros países quizás vislumbraran los varones algo de la realidad si tuvieran un paraíso del divorcio tan frecuentado como Reno, o si vieran condenar a penas de prisión a miles de colegas por falta de pago de pensiones alimenticias a sus mujeres. En cambio, el norteamericano piensa que todo eso confirma su superioridad. ¿Cómo no va a ser él el privilegiado, si tiene dinero para pagar? ¿Y cómo no va a ser el verdaderamente capaz, si es él el que trabaja? ¿O acaso iba a tomar su mujer, cuando la boda, su apellido y hasta su nombre si no fuera él el dueño y señor de todo? Hace poco una encuesta ha permitido saber que son más los norteamericanos que las norteamericanas que creen que las mujeres están oprimidas; y que el 51% de los varones norteamericanos creen que la mujer blanca lo pasa en los Estados Unidos exactamente igual de mal que el varón negro.

El norteamericano agradece a su mujer que le permita trabajar, pues el trabajo es en su opinión un privilegio masculino. La mujer por la que trabaja se ha cuidado bien de que no dude nunca de ello, de que la compadezca a ella, a pesar de la diferencia, que verdaderamente clama al Cielo, entre la situación del varón y la de la mujer en los EUA; y también ha conseguido que el varón entienda como un sacrificio de ella la renuncia a trabajar. El norteamericano confunde, con más convicción que todos los demás varones, la falta de ambición intelectual de su mujer con la modestia, su estupidez con una feminidad exorbitante, y su renuncia a la responsabilidad con el amor. El norteamericano es el varón más capaz de cerrar los ojos ante las pruebas más inequívocas de su propia explotación.

Y el hecho es que, como en su país la manipulación de los varones se practica con más desparpajo que en el resto de la tierra, debería ser particularmente fácil para el norteamericano el desenmascararla. Pero no quiere ver ni saber rada. Le parece muy bien que en las series televisivas destinadas a sus hijos los padres desempeñen. el papel secundario del bobo y las madres el de protagonista: también su madre era la star de la casa. Le parece inevitable que la mafia de las asociaciones femeninas controle toda la vida cultural, pues alguien tiene que ocuparse de esas cosas. Y considera delicioso folklore el que las mujeres de su tierra -a diferencia de las de los demás países- anden por la calle con los bigudíes puestos. El norteamericano interpreta como una prueba del gran valor del psicoanálisis el que la mayoría de los pacientes de los psiquiatras sean mujeres, mientras que los varones arrojan en los EUA el porcentaje más elevado -y con mucho- de suicidios consumados. También le parece justo que generación tras generación, muchos varones se conviertan en mutilados de guerra, mientras las mujeres no saben qué es una granada de mano: pues el varón es el más fuerte, y es el más fuerte el que tiene que ir a la guerra.

Tampoco quiere ver -no será necesario decirlo que es el varón de la tierra que menos consigue a cambio de sus servicios de esclavo, los más agotadores y humillantes del planeta. Su premio es la mujer más chillonamente pintada, más teñida, más llamativamente disfrazada del mundo, la mujer más falsa de la tierra. Pero también ante ese espectáculo cierra los ojos.

Pues la norteamericana es la mujer mejor pagada del mundo y, como es natural, quiere cosas sólidas a cambio de su dinero. El consumo de cosméticos de la mujer norteamericana es el mayor del mundo; la norteamericana se pinta, se empasta, se empolva y se tiñe más que todas las demás mujeres y, aunque tiene fama de ser excepcionalmente inelegante, gasta más dinero que todas las demás mujeres en vestidos y demás disfraces.

Tiene la vida más confortable del mundo. Vive, más a menudo que las demás mujeres, en casa propia, tiene automóvil propio, hace viajes de recreo, liquida el trabajo doméstico con más aparatos, utiliza en la cocina más platos preparados. Pero aunque su hogar está completamente automatizado, aunque sus niños salen en autobús por la mañana camino de la escuela y se quedan en ella casi todo el día, o sea, aunque tiene todas las posibilidades de ocuparse profesionalmente, el porcentaje de las mujeres casadas que trabajan es en Norteamérica considerablemente inferior al de la mayoría de los demás países industrializados. Y aunque hay más mujeres en la enseñanza superior que en los demás países, y aunque se ahorran los dos años de servicio militar de sus colegas masculinos, el porcentaje de las mujeres que consiguen un diploma universitario es globalmente del 13 %.

Norteamérica cuenta con el porcentaje de divorcios más elevado del mundo; las posibilidades que tiene allí un recién nacido de crecer con su padre y su madre son más reducidas que en el resto del mundo. Pero eso no impide que la norteamericana sea la más prolífica de todas las mujeres de países muy industrializados. La cosa no es sorprendente, porque en los EUA los hijos son un efectivo seguro de vida. El padre norteamericano paga las pensiones alimenticias más elevadas del mundo, y, además, las paga puntualmente, porque el retraso se paga con penas de prisión.

También las pensiones de viudedad de la mujer norteamericana son las más elevadas del mundo. El marido norteamericano es por término medio cuatro años mayor que su mujer, y sus expectativas medias de vida son siete años más bajas que las de ella; pero como los once años durante los cuales probablemente le sobrevivirá no son para ella ningún riesgo, la norteamericana sigue prefiriendo hombres mayores. Luego, cuando él haya muerto, pasará el tiempo aún más confortablemente, muy respetada, adulada por todos en razón de su riqueza, jugando al bridge, o practicando el deporte, recibiendo la visita de sus hijos y de sus nietos, y velando por law and order en los clubs femeninos. En medio de esa actividad da de nuevo la vuelta al mundo -tocada con un sombrerito floreado y cubiertos de grasa carmesí los ajados labios (miren, señores, miren, aquí va una norteamericana)-, y se cura de que tampoco en el extranjero la olviden. No la olvidan, qué va: todo el mundo celebra como a una heroína a la anciana Rose Kennedy cuando, luego de sacrificar a la Nación tres de sus hijos varones (mientras se enriquecen y envejecen sus hijas y sus nueras), coquetea ante las cámaras de la televisión contando lo gustosamente que promovería la campaña presidencial del último hijo superviviente. ¡Qué madre valerosa!

Uno podría pensar que las elevadas rentas que la mujer norteamericana obtiene de su feminidad exigieran de ella elevados rendimientos en otros terrenos. Pero los entendidos no la consideran ni buena cocinera ni sabia compañera erótica. Pese a lo bien pagada que está, no se le exige sino lo mínimo en cuanto a artes de seducción. Su hombre, predispuesto desde antiguo por Hollywood a los símbolos sexuales más groseros -grandes pechos y posaderas voluminosas-, no tiene casi percepción de los matices. Por eso lo único que necesita la mujer norteamericana es unas pocas curvas y nervios lo suficientemente robustos para decir que no durante el tiempo suficiente. En esto sí que es una maestra: el necking y el petting son inventos norteamericanos. También las mujeres de otros países se ponen pechos artificiales para atraer a los varones; pero las norteamericanas son probablemente las únicas que usan nalgas artificiales.

Pero aunque la frigidez es una consecuencia lógica de esa táctica mercantil perfeccionada generación tras generación, la norteamericana ha conseguido que la nación vea en su frigidez no una consecuencia de su táctica, sino una enfermedad de la que hay que ocuparse con la mayor seriedad. Pues aquí se tropieza con una diferencia (finalmente hay alguna): la prostituta común renuncia al orgasmo, mientras que la mujer casada no renuncia a él. En vez de preguntarse qué va a buscar una mujer frígida en la cama de un hombre -¡de un hombre al que no desea!-, se intenta liberarla de su sufrimiento mediante costosos sistemas y recetas constantemente renovadas. Sólo, naturalmente, cuando está casada de acuerdo con las normas. Antes de eso no tenía ni dinero para el tratamiento ni interés en curarse.

Pero, como queda dicho, la norteamericana no es peor que las demás mujeres: simplemente, está más adelantada que ellas. Y sus prácticas de explotación sin escrúpulo no serían tampoco tan peligrosas si no fueran constantemente idealizadas por una industria cinematográfica y televisiva enormemente desarrollada. Esta industria compone la imagen de la mujer occidental y da a copiar el comportamiento de la norteamericana.

A medida que sube el nivel de vida en un país, el destino del varón norteamericano se convierte automáticamente en el de los hombres de ese país.

Pero hay un motivo muy importante para interesarse por la norteamericana: ese motivo se llama Women’s Liberation, el movimiento de liberación de las mujeres. Pues es verdad que las mujeres norteamericanas lo pasan bien, mejor que las demás; pero no todas las mujeres norteamericanas. El mismo sistema que procura tantísimas ventajas a la mayoría de las norteamericanas tiene que volverse inevitablemente contra una minoría de ellas: contra las mujeres que no son atractivas.

Hasta hace poco nadie se había dado cuenta de ello, aparte de las afectadas mismas. Y un buen día estas mujeres decidieron que no iban a seguir soportando esa situación, sino que se iban a organizar, como sus precursoras las sufragistas. Como la sociedad norteamericana está acostumbrada a prestar oído a las mujeres, sus problemas estuvieron pronto en todos los labios. Y no sólo en Norteamérica, sino también en el resto del mundo, donde, como es inútil decirlo, se copió en el acto el nuevo movimiento.

Podría uno preguntarse: ¿por qué ha empezado precisamente esta rebelión femenina en los EUA, donde las mujeres lo pasan mejor que en ninguna parte? La explicación es sencilla: precisamente porque en los EUA la mujer lo pasa tan divinamente, precisamente porque en los EUA es tan enorme la diferencia social entre la mujer que tiene un hombre y la que se tiene que ganar ella misma el dinero, precisamente porque en este país, más que en cualquier otro, la mujer profesionalmente activa es tratada como una traidora, como una leprosa por la masa de las explotadoras, que ven amenazados sus intereses, precisamente por eso el movimiento tenía que empezar allí, no en un lugar cualquiera. Acostumbrada a un poder ilimitado sobre el varón y al prestigio social máximo, la renuncia a ese poder y a ese prestigio es para la norteamericana más doloroso todavía que para las demás mujeres. Y cuando no lo consigue por la vía directa, se hará mediante algún rodeo con estas insignias de su feminidad.

Hay otra razón que añadir: la tensa situación del mercado de trabajo norteamericano hace que esta minoría de mujeres obligadas a trabajar o, en algún caso, deseosas de trabajar, se encuentren efectivamente en una situación peor que la de sus hermanas europeas en cuanto que aspiran a empleos mejor remunerados. No hay duda de que muchas cosas les parecen dificultades por razón de su particular perspectiva, ni de que creen discriminaciones contra su sexo muchas características simplemente incómodas de la vida profesional. Pero también es cierto que, teniendo que elegir entre una mujer o un varón para ocupar un determinado empleo (y siempre que la mujer no sea lo suficientemente atractiva como para sensibilizar su instinto sexual), un empresario masculino norteamericano se decidirá por el varón. Y hasta podrá justificar su elección: cuando una mujer se casa y tiene un hijo, suele abandonar su empleo; cuando un varón se casa y tiene hijos, se convierte para la empresa en un trabajador todavía más dócil que antes. Y si se trata de aspirantes casados, la elección es aún más fácil, porque el empresario sabe con seguridad casi absoluta que el varón alimentará con su sueldo a varias personas, mientras que la mujer se alimentará sólo a sí misma, y eso en el mejor de los casos. Por lo tanto, desde su punto de vista, la decisión del empresario es incluso la más humana cuando prefiere al varón. La «mujer con familia», la mujer que durante toda la vida alimenta a un hombre sano y a sus hijos, no existe prácticamente en la vida económica. ¿A quién hay que culpar de ello, a los patronos o a las mujeres?

Es triste y grotesco a la vez el que las mujeres de la Women’s Lib norteamericana -que realmente tienen ciertos motivos para luchar- hayan dilapidado toda su fuerza, toda su publicidad, todo su tiempo y todo su trabajo en combatir contra quien no era el enemigo. Es triste y grotesco cómo acosan con una difamación constante a sus únicos aliados posibles, los varones, mientras miman con desmedidos elogios a las verdaderas culpables del dilema en que se encuentran. Como todos los movimientos de liberación de la mujer que conoce la historia, tainbién la Women’s Lib ha partido de una plataforma equivocada y ha errado, consiguientemente, su meta. Pero nada en el mundo conseguirá convencer de ello a esas mujeres.

La culpa es de las intelectuales. Es comprensible, y hasta acaso disculpable, que los varones -teniendo en cuenta todos los métodos de doma a que se encuentran sometidos desde su primera infancia- lleguen a las conclusiones siguientes cuando se ponen a pensar sobre las mujeres: a) que el varón tiene el poder, b) que utiliza ese poder para oprimir a la mujer.

Pero es incomprensible e imperdonable que las intelectuales, con toda la posibilidad que tienen de estimar la cuestión desde las posiciones de la mujer, o sea, con una perspectiva enteramente distinta, se hayan sumado tan acríticamente a esa opinión. En vez de decir: «Es muy simpático que tengáis tan buena opinión de nosotras, pero en realidad somos muy diferentes de lo que creéis, y no merecemos en absoluto ni vuestra compasión ni vuestros elogios», lo que han dicho es: «Reconocemos vuestra comprensión, pero en realidad somos no sólo tan dignas de compasión, tan oprimidas y tan explotadas como pensáis, sino mucho más de lo que podéis imaginaros con vuestros cerebros masculinos.» Las mujeres intelectuales, que habrían podido al menos reivindicar para su sexo la dudosa gloria de ser las esclavistas más refinadas de la histo ria de la humanidad, pusieron a la mujer por debajo de su verdadero nivel y la convirtieron en objeto de la beneficencia masculina. El hombre es un tirano y la mujer es su víctima: cierto que los varones se sintieron halagados, pues, por causa de su doma, consideran que llamar a uno tirano es hacerle un cumplido; y aceptaron satisfechos esa definición femenina de la mujer, tan coincidente con la que ellos mismos se formulaban. La misma Simone de Beauvoir, que con su obra de 1949 El segundo sexo tuvo la oportunidad de escribir el primer libro de verdad sobre la mujer, la perdió para ofrecer en su lugar un aplicado compendio de las ideas de Freud, de Marx, de Kant, etc., sobre la mujer. En vez de observar a las mujeres, se aprendió los libros de los varones y, como es natural, halló por todas partes muestras de discriminación antifemenina. La novedad de su producto consistió simplemente en que esta vez la opinión masculina sobre la mujer estaba firmada por una mujer.

Simone de Beauvoir abrió el camino a las demás escritoras: Betty Friedan, Kate Millett, Germaine Greer… La una copió a la otra y todas se excedieron en su celo en aportar pruebas de la infamia masculina; pero sobre su verdadero tema, sobre la mujer, no escribieron nada de que valga la pena hablar.

Y así seguimos hoy, desgraciadamente. Aunque las mujeres intelectuales tienen más que nunca la posibilidad de manifestar en sus propias revistas, en las páginas que les reservan los periódicos, en los programas femeninos de la radio y la televisión, todo, absolutamente todo lo que se les ocurra acerca de sí mismas, se limitan a rumiar constantemente las viejas ideas apolilladas, las ideas de los varones sobre las mujeres, aderezándolas, simplemente, con detalles nuevos. En vez de aclarar a sus seguidoras que son un lamentable rebaño, consideran que la cima de la dignidad femenina consiste en rechazar publicidad de sostenes o de sprays vaginales, y que se alcanza la cumbre de la originalidad femenina cuando una revista para mujeres publica en su doble página central, según el modelo de Playboy, un desnudo masculino a todo color.

Por eso ha fracasado otro movimiento de Women’s Liberation: combatió a supuestos enemigos que eran amigos y no descubrió a los enemigos reales. La idea obsesiva de la solidaridad de cada sexo -que en este caso no habría podido ser, en la hipótesis más benévola, sino solidaridad con un cartel- ha desviado a esas mujeres hacia una estrategia equivocada. Pero no se han dado cuenta. La ayuda que recibieron en su lucha les vino casi exclusivamente de los varones, pero como ellas viven en la monomanía de ser perseguidas por los hombres, consideraron que la disposición de éstos a ceder en todo era una señal de la fuerza del movimiento femenino, y se pusieron a chillar todavía más fuerte contra los varones. Pese a lo cual nadie se enfadó con ellas: todos estaban en favor de la Women’s Liberation, desde el Nevv York Times hasta el Christian Science Monitor, desde Playboy hasta Newsweek, desde Agnew hasta Fulbright. Ni un solo varón se ha manifestado contra ellas ni les ha impedido manifestarse, y aunque sus miembros no vacilaron ni ante las peores calumnias contra los varones, no llegó a aparecer el McCarthy de Women’s Lib, ni movió nadie un dedo en la CIA.

Del mismo modo que sus precursoras las sufragistas consiguieron en poquísimo tiempo el derecho electoral activo y pasivo para las mujeres -derecho del que luego no han hecho uso alguno, por lo demás, pues ni lo han usado para llevar mujeres a los puestos de poder político ni se han servido de él para impedir la guerra-, así también las mujeres de Women’s Lib consiguieron instantáneamente la realización de todas sus reivindicaciones. En realidad los hombres habían estatuido para proteger a las mujeres las desigualdades jurídicas que tanto irritaban a éstas, pero si ellas mismas lo entendían de otra manera y querían que se cambiara la situación, ¿qué se iba a hacer? En unos pocos meses se consiguió todo: el derecho de las camareras a trabajar en turnos de noche, el derecho de las obreras a realizar trabajos que requieren equipo pesado, el derecho a trabajar en lo alto de palos de telégrafo, el derecho a pagar pensiones alimenticias a varones, el derecho a conservar su propio nombre y, por lo tanto, o ser tratada, incluso casada, como persona jurídica responsable única de sus actos, el derecho a cumplir el servicio militar, el derecho a ir a la guerra, etcétera. Contagiado por la oleada de universal generosidad, el gobierno no quiso quedarse atrás, y declaró que a partir de aquel momento no haría pedidos más que a empresas que no discriminaran a las mujeres deseosas de trabajar.

Pero no se presentó el ejército de mujeres oprimidas que no esperaba más que aquella ocasión. El griterío terminó apenas se reprodujo en todos los periódicos del mundo las fotografías de la primera norteamericana subida a un poste telegráfico, de la primera fontanera, de la primera albañil y de la primera embaladora de muebles. ¿Y por qué iba a proseguir? En realidad, no da ningún gusto picar piedras, cargar muebles ni reparar tuberías del agua. A diferencia de los varones, las mujeres pueden elegir entre martirizarse con esos trabajos o no. Es lógico que la mayoría de ellas decidan que no, y que, puestas a elegir, se decidan obviamente contra la prestación del servicio militar y su participación en el combate. Según la mujer, además, la mujer es siempre pacifista, y es el varón el que arma las guerras, a pesar del voto de la mujer.

Las teorías de la Women’s Lib, que se vieron tan drásticamente plantadas por su propio sexo, empezaron a enredarse en detalles cada vez más enrevesados: si toda comunicación sexual con un varón es una violación de la mujer, si se debe aceptar el orgasmo vaginal, si no será la lésbica la única mujer realmente emancipada, si el problema de la mujer es más agudo que el problema racial, etc. Mientras tanto, todo un ejército de mujeres «emancipadas» atractivas se habían adherido a la organización, atraídas por la gran publicidad que se prometían de ella: pues ¿dónde puede una mujer guapa destacar más que entre mujeres feas? Y aunque esas mujeres no podían tener ni idea de los problemas de los que hablaban -pues una mujer guapa no es objeto de discriminación ni en la profesión ni en la vida privada-, se hicieron pronto con papeles de protagonistas en la organización y se convirtieron progresivamente en una rama del show business norteamericano y en un movimiento emancipatorio «auténtico» (en el sentido definido en el último capítulo).

Ahora bien: mientras tanto, las explotadoras tocaron alarma desde sus villas de las afueras, porque todo aquel griterío exigiendo trabajo para la mujer y la evidente predisposición de los varones a aceptar dicha reivindicación las habían puesto realmente en una situación delicada, sin la menor culpa por su parte, desde luego. Se reunieron en organizaciones como Men Our Masters y la Pussycat League, las cuales aseguraron al mundo que los objetivos de la Women’s Lib son de una profunda falsía y que lo que de verdad hace feliz a una mujer es cuidar como es debido de su esposo y de sus hijos.

Pero, como era de esperar, la forma más curiosa de reacción partió de una fracción de la misma Women’s Liberation: no pretendemos en absoluto los puestos de trabajo de los varones -aseguraron estas mujeres-, porque produciría un caos económico el que todas las mujeres se pusieran de pronto a trabajar; lo que queremos es que se deje de degradarnos como eunucos, que nos podamos desarrollar libremente y que el varón deje de reprimir nuestro desarrollo espiritual y nuestro impulso sexual.

Esta argumentación es, para empezar, curiosa porque imputa a los varones incluso el anquilosamiento del impulso sexual femenino (cuando no hay nada que les entusiasme tanto como una mujer a la que le guste el trato sexual); pero lo más curioso es que manifiesta por vez primera con toda claridad lo ajena que está la mujer a la idea de que ella vaya a alimentar a su familia. También es notable que no se le ocurra que la participación femenina en el trabajo no tiene por qué provocar inevitablemente un caos económico, pues el número absoluto de individuos de la población activa no tiene tampoco por qué aumentar, dentro de una comunidad dada, por el hecho de que las mujeres se pongan a trabajar. No se les ha ocurrido siquiera que no es verdad que hagan falta jardines de infancia y escuelas maternales como condición previa para que las mujeres puedan trabajar, porque la calidad del cuidado que reciba el lactante no depende del sexo del que le cuide y, consiguientemente, eso puede ser perfectamente trabajo de su padre.

Lo que pasa es que para la mujer el trabajo tiene siempre que ser un placer, y, para que así sea, la mujer que trabaja necesita un hombre que también trabaje. Cuando la mujer trabaja pone condiciones, y una de ellas es que ella misma tiene que poder elegir el trabajo que le apetezca y dejarlo cuando le plazca. Por eso prefiere meter a su recién nacido en un paidotrofio que renunciar a un hombre profesionalmente activo; y por eso también prefiere quedarse ella en casa, y no dejar a su marido en ella, con lo que su propia actividad profesional se le convertiría en obligación y responsabilidad que no podría abandonar a su gusto.

Ha fracasado la Women’s Liberation. El cuento de la discriminación contra la mujer era una ficción, y es imposible poner en escena una insurrección sin contar más que con una ficción. Pero los que pagan esa derrota son también los varones. En un país en que el varón es explotado tan sin escrúpulos por la mujer como lo es en los EUA, un movimiento que pugna por conseguir más derechos para las mujeres se convierte en un movimiento reaccionario. Mientras no se acalle el griterío que reclama la equiparación de la mujer, el varón no podrá darse cuenta de que la verdadera víctima es él.

Tampoco esta vez se ha conseguido la mayoría de edad de la mujer. Pues liberar de verdad a la mujer sería liberarla de sus privilegios, y fue precisamente la Women’s Lib la que se cuidó de que eso no pudiera ocurrir.

«Es mejor dejarles creer que son los dueños y señores», escribió una lectora a la revista Psychology Today, «apoyarse en ellos y depender de ellos, y seguir controlándolos y manipulándolos como siempre lo hemos hecho.»

¿Qué es el amor?

El hombre está amaestrado de tal modo por la mujer que no puede vivir sin ella y hace, por lo tanto, todo lo que ella le exige. Lucha por la vida y llama a eso amor. Hay hombres que amenazan a sus adoradas con suicidarse si no les hacen caso. La cosa no tiene peligro alguno para las mujeres: ellas no tienen nada que perder.

Pero tampoco la mujer puede existir sin el varón, pues en tan incapaz de vivir como la abeja-reina. También ella lucha por la vida y llama a eso amor. Cada cual necesita al otro, y así parece que haya al menos un sentimiento común entre ellos. Pero las causas y la naturaleza de ese sentimiento, así como sus consecuencias, son del todo diferentes en los dos casos.

Para la mujer, amor quiere decir poder; para el varón significa sometimiento. Para la mujer, el amor es un pretexto de la explotación comercial; para el varón es una coartada emocional para justificar su existencia de esclavo. «Por amor» hace la mujer las cosas que le son útiles, y el varón las que le perjudican. La mujer deja de trabajar «por amor» cuando se casa; el varón, cuando se casa, trabaja «por amor» para dos. El amor es para las dos partes lucha por la supervivencia. Pero una de las partes sobrevive sólo si vence, y la otra sólo si pierde. Es una ironía el que las mujeres se hagan con sus mayores ganancias en el momento de mayor pasividad, y que la palabra «amor» haga irradiar de ellas el halo de la generosidad incluso cuando más despiadadamente están engañando al varón.

Este disimula con el «amor» su cobarde autoengaño y se convence de que su absurda esclavitud por la mujer y sus rehenes es una cosa honrosa y tiene un sentido elevado. El varón está contento con su papel. Al ser esclavo alcanza la meta de sus deseos. Y como la mujer no obtiene sino ventajas de ese sistema, no va a cambiar nada; el sistema le impone la corrupción, pero nadie se escandaliza por ello. Lo único que es justo esperar de una mujer es amor (mientras pueda trocar por él todo lo demás). Y los esfuerzos del varón amaestrado para esclavo no le adelantarán nunca más que en el sentido de su doma, jamás en el de su beneficio. El varón seguirá rindiendo cada vez más, y cuanto más rinda, tanto más se alejará de él la mujer. Cuanto más se le rinda, tanto más exigente se hará ella. Cuanto más la desee, tanto menos deseable será él para ella. Cuanto mayor sea el com f ort con que la rodee, tanto más comodona, tonta e inhumana se volverá ella, y tanto más solo se quedará él.

Sólo las mujeres podrían romper el círculo infernal de la doma y la explotación. No lo harán nunca, porque no tienen ningún motivo racional para hacerlo. Y no se puede confiar en sus sentimientos, pues las mujeres son frías emocionalmente y no sienten compasión. Y así el mundo se irá hundiendo progresivamente en esa cursilería, en esa barbarie, en ese cretinismo de la feminidad, y los hombres, soñadores admirables, no se despertarán nunca de sus sueños.

NOTAS DE PRENSA

ESTHER VILAR ha dado media vuelta a la marcha emancipatoria el Señor es la mujer. Ella doma al hombre con traidores trucos para hacer de él un esclavo sumiso, y luego lo lanza afuera, a la vida hostil, para que gane dinero. «Como contraprestación» le pone «la vagina a su disposición a intervalos regulares»… Así de impetuosa e hirientemente, pero con algún encanto, resuelve Esther Vilar el arcaico enigma tejido en torno al mundo de la Mujer, y desenmascara a sus compañeras de sexo como a unas empedernidas explotadoras que obtienen su buen capital de la mera anatomía (Der Spiegel, Hamburgo).

Un libro brillantemente escrito, divertido, provocador (Neue Ruhr Zeitung, Essen).

Esther Vilar mueve a contradecirla en muchas de sus heterodoxas ideas. Pero, sinceramente hablando, no es posible contradecirla (Abendzeitung, Munich).

La llaman «el Karl Marx de los hombres (Kõlner Stadtanzeiger, Colonia).

Sea dicho en voz baja a los varones: no hay que dejar de leer lo que dice la Vilar sobre la relación de las mujeres entre ellas (Der Tagesspiegel, Berlín).

La primera defensora de los derechos del varón que aparece en la escena literaria (la Televisión Alemana en el programa Titel, Thesen, Temperamente).

La Vilar tiene una cosa en común con la música de Wagner le es muy difícil al que la escucha mantenerse neutral. Está a favor o está en contra. Contagiado por la cólera de la autora, el lector no puede sino convertirse en vilarista o antivilarista (Deutsches Allgemeines Sonntagsblatt, Hamburgo).

Si todavía hubiera gente que leyera por divertirse, este libro tendría que ser un bestseller (Sebastián Haffner).

ESTHER VILAR nació en Buenos Aires en 1935, de padres emigrados de Alemania. Ha vagabundeado por media América, Africa y Europa, de secretaria, obrera industrial, vendedora, intérprete y representante. Obtuvo un grado en medicina y llegó a Alemania con una beca; allí estudió sociología y trabajó de médico ayudante en un hospital. Además de El varón domado, ha publicado El verano que siguió a la muerte de Picasso (teatro), Hombre y muñeca (novela-comic) y Sobre la fuerza de la estupidez (ensayo).


  1. En un alemán de calidad parecida a la de la lengua de esa traducción. M.E.
  2. “Estas son botas de andar / y eso es lo que van a hacer; / uno de estos días estas botas / pasarán por encima de ti.” M.E.
  3. Es la autora la que, mientras usa para la relación mujer-varón el concepto de “explotar” (‘ausbeuten’), utiliza para la relación capital-trabajo nociones socialmente neutras o biológicas como la, de “aprovechar” (‘auswerten’), “despellejar” (‘schirtdeu’). M. E."
  4. La iniciativa de encender velas y ponerlas en la ventana procede en la Alemania occidental de la extrema derecha de la democracia cristiana (dirigida por un “varón” particularmente robusto) y de las organizaciones de prófugos de territorios (alemanes o no) del este. Tiene por objeto consolidar en la consciencia del pueblo alemán la ecuación, ya bastante arraigada bajo Hitler, “socialismo = asesinato, genocidio de las etnias germánicas” (las velas se encienden en homenaje a las varias víctimas personales y territoriales del buxocratismo europeo-oriental). M. E.